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Insisto y Resisto

Insisto y Resisto

espacio de expresión y debate por derechos sociales y el socialismo del Siglo XXI para la emancipación humana

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Jueves Cultural (ir) Argentina- Eduardo Antonio Tula*: Huesos en el barro

23 de septiembre de 2021 por tali Leave a Comment

Imagen: Pinterest

Ludmila solía rezar en la iglesia del hospital cuando salía del trabajo. En ese horario, por lo general, estaba vacía. Fue por ello que nadie escuchó cuando ésta le habló por primera vez. En un principio, pensó que estaba volviéndose loca y le dio miedo. Pero, como uno se acostumbra a cualquier cosa, ella se fue acostumbrando. Aparte, le hacía bien, charlaban de cualquier cosa, hasta reían de las cosas que se confiaban.

La iglesia fue tomándole confianza y Ludmila empezó a sentir un gran cariño por ella. Con el tiempo entablaron una amistad sólida, tanto que un día le dijo a Ludmila:  

–Debajo del altar hay una tapa, le das un golpecito y se abre. Meté la mano sin miedo y vas a encontrar lo que necesitás. Yo cierro las puertas, así nadie entra.

Ludmila fue hasta el altar. Como le había dicho ella, bastó un golpe para que la tapa se abriera. Había una Luger nueve milímetros envuelta en un pedazo de tela de algodón, con dos cajas de balas. Ludmila la agarró con ambas manos y la miró detenidamente, explorando cada detalle. El arma temblaba sobre las palmas de su mano y el corazón le latía con fuerza. Excitada, como si estuviera a punto de tener sexo, la guardó en la cartera. Miró hacia arriba con el rostro resplandeciente y le sonrió. Después le preguntó:

– ¿Qué tengo que hacer?

–Por ahora, esperar –respondió la iglesia.

Atravesó el solitario callejón que divide en dos el viejo monte del hospital. Era un otoño caluroso y húmedo, lo sentía en la piel pegada a la ropa. Los robles con hojas amarillas, junto a las casuarinas y los eucaliptus, le daban un tono lúgubre al recorrido que duraba más o menos trecientos metros. Después comenzaban las canchas de futbol, el SUM del polideportivo y la pista de atletismo. Siempre había gente ahí, por eso, al llegar a esa zona, sentía tranquilidad. Si bien nunca supo de alguien que fuera víctima de un hecho vandálico en ese lugar, no dejaban de inquietarle los troncos, la sombra espesa del monte, el olor a hojas secas o el canto de las lechuzas.

De pronto, estaba en la avenida, camino al centro de la ciudad. Ella vivía en un departamento enfrente de la plaza. En el ascensor se encontró con el ex concejal del partido radical. Nunca la saludó, ambos subieron sin hablarse. Ella bajó en el sexto piso. Puso la cartera sobre la mesa y se sentó en la silla. Sacó el arma y la tomó por el mango. Revisó el cargador y vio que estaba vacío. La empuñó con ambas manos, apuntando a media altura hasta sentirse con poder. Y recordó lo que la iglesia le había dicho:

–Esto no es un juego, nena. Son fases, no pistas, fases de un plan.

Durmió bien esa noche. Al día siguiente, camino al hospital, donde trabajaba como enfermera, pensó en visitar la iglesia esa tarde. La esperaba un día intenso; ese hospital era interzonal, llegaban muchos enfermos de los distritos cercanos. A eso había que sumarle la vacunación contra la gripe.

En el fichero se encontró con el delegado gremial, que le comunicó que estaban tomando medidas para exigir la incorporación a planta de los becados. Fue a su sector y, desde ahí, acompañó al paro.

Después de las asambleas, bajó el director y prometió una pronta resolución del conflicto. El gremio resolvió levantar la huelga momentáneamente.

Cuando salió del hospital, fue a la iglesia. Se sentó en el banco de siempre y la iglesia le preguntó:

– ¿Cómo estuvo tu jornada?

–Bien –le respondió–. Hubo una medida gremial por los becados.

–Historia repetida.

–Sí, pero vayamos al asunto –dijo Ludmila–. Ayer me dijiste algo sobre un plan.

–No te desesperes –respondió ella, tratando de darle tranquilidad–. Todo a su debido tiempo. Primero tenés que asegurarte de que el arma ande perfectamente; después, empuñarla de manera correcta. Tu pulso tiene que ser firme, ella es la extensión de tu cuerpo. Cuando sientas que estás preparada, podré darte la directiva final del plan. Ahora te va a llegar un WhatsApp con una ubicación. Ojo, no vayas hoy, va a oscurecer pronto. No te olvides de llevar pala y una bolsa resistente.

El sábado fue a la ferretería. Compró una pala y un paquete de bolsas de consorcio.

El domingo, cerca de las ocho de la mañana, colocó el GPS. Le marcó una ruta que la llevó por la avenida que termina en la entrada del polideportivo. Luego, le indicó que hiciera trecientos metros a la derecha y que doblara hacia la izquierda, siguiendo por el callejón que bordeaba el monte del lado oeste, hasta llegar a un sendero que la internaba en la espesura del bosque.  Recorrió unos ciento cincuenta metros hasta que llegó al lugar indicado.

Escarbó el suelo cubierto de hojas, entre dos álamos añejos, hasta dar con algo contundente. Sacó la tierra con cuidado. A medida que iba apareciendo, el objeto cobraba forma de hueso. Se detuvo, respiró profundo mientras se secaba el sudor de la frente. Se le ocurrió que el plan incluía una venganza.

Desenterró las otras partes del esqueleto con la punta de la pala. Había cavado casi un metro de profundidad, algunos huesos estaban enredados con las raíces de los álamos.

Se sentó exhausta. Se agarró la cabeza y soltó un llanto. Al cabo de media hora, metió todo en una bolsa y descartó la pala.

Estaba demasiado mugrienta para atravesar el centro y subir por el ascensor que la llevaba a su departamento. Pensó que, si por casualidad el ex concejal la veía así, y además con una bolsa, seguro llamaría a la policía. Decidió salir del monte por el lado de la morgue del hospital, ya que los domingos no andaba nadie por ahí. Se escabulló entre los pabellones y entró a la iglesia. Ella cerró la puerta de entrada. Le pidió que subiera al campanario y escondiera la bolsa en la parte más alta.

–Se ve que te llevó mucho trabajo –le dijo.

            –Demasiado –respondió.

–Es muy importante lo que hiciste.

– ¿De quién es? –preguntó.

–Eso por ahora no importa. ¿Quién lo hizo?, sería la pregunta.

– ¿Y por qué yo?

–Está bien que preguntes. Yo no lo haría, siempre puse la obediencia por delante.

– ¿Vos?

– ¿Por qué lo decís? ¿No puedo hacerlo?

–Digo, como sos la santa iglesia.

– ¿Dónde ves algo santo en mí?

–Sos la casa de Dios.

–La casa de Dios… eso es una pelotudez. No me digas que creés en esa gran mentira que ha moldeado este sistema.

–Yo creo en Dios, pero no en los hombres, tampoco en las religiones.

–Todo es lo mismo. Es un discurso eficaz, una suerte de manipulación de masa. Ni el párroco cree, lo que pasa que acá está cómodo, no tiene que laburar…

–Te pregunté por qué a mí.

–Tenés razón, yo me disperso rápido. Vos tenés el coraje suficiente para hacerlo, para llegar al final de este plan. No hay muchas personas con un coraje igual. Cuando decidiste vivir como te percibías, enfrentaste los prejuicios sociales que te condenan a ser lo que los otros dicen que sos. En cambio, el párroco, por dar un ejemplo, da rienda suelta a sus instintos sexuales en las sombras y después se viste de blanco y lee la Biblia. Tiene miedo de que lo descubran, vive aterrado, pero el miedo es producto de la culpa.

–Eso es lo que la iglesia provoca.

–No, no, eso no lo provoco yo. La humanidad es, en esencia, corrupta. Yo solo soy una estructura rígida, fría y escéptica.

–Agnóstica.

–Sí, podría decirse que sí –ella hace un silencio que se prolonga unos segundos.

Volviendo a la charla, Ludmila pregunta:

– ¿Qué debo hacer ahora?

–Esperar mi llamado. Voy a emboscar al mayor F y vos tenés que apretar el gatillo.

–Vos podrías matarlo.

– ¿Acaso ves que puedo empuñar una Luger?

Ludmila sonrió mientras pensaba que el Mayor F era quien había matado a la persona a la que le pertenecían los huesos.

            –Andá tranquila, ya cumpliste tu parte –le dijo.

El mayor F se paseaba por la ciudad como cualquier buen vecino, con su saco gris, zapatos lustrados y un pantalón planchado con raya al medio. Su pequeña cabeza mostraba un peinado de otras décadas. Miraba a los desconocidos de manera tenebrosa, su figura encerraba terror. Los políticos locales le rendían respeto en las sesiones del Consejo Deliberante, tenía un lugar bien visible, un sillón hecho especialmente para él. Los crímenes que cometió eran, para la gente, actos del pasado, medallas colgadas en su pecho sin alma. Cuando apoyaba la cabeza en la almohada, le venían a la memoria alaridos de dolor, llantos desgarradores, cuerpos apilados, ráfagas de ametralladoras rompiendo la carne en las noches de operativos. Sin esas imágenes, no podía conciliar el sueño. Por la mañana, leía el diario La Nación antes del desayuno. Una muchacha joven le ayudaba en las cuestiones hogareñas. Por el buen sueldo, la chica fingía que lo escuchaba cuando él hablaba de política. Luego, la muchacha se iba de compras. Por la tarde, le daba un tiempo libre a la empleada, al mayor le gustaba prepararse la merienda y después charlar con un viejo camarada por teléfono. Los viernes a las cuatro de la tarde iba a rezar a la iglesia del hospital. Un remis lo dejaba en la puerta y, después de una hora, lo pasaba a buscar.

Ese viernes Ludmila recibió el mensaje. Llenó el cargador y puso la Luguer en la cartera. Caminó por la avenida, rumbo al hospital. Ese día no sintió miedo, el espeso monte le parecía apacible, como si lo habitara una gran calma. Se aseguró de que nadie la viera entrar. Ingresó por la puerta lateral. Esa puerta no se abría nunca, chillaba mientras las hojas de madera le daban paso. La iglesia, susurrando, le pidió que esperara en el confesionario, bien oculta.

El remis llegó puntual. El mayor se bajó lentamente. Ayudado por el chofer, ingresó a la iglesia. Con una seña, le pidió que lo dejara solo. El chofer regresó al automóvil.

Detrás del mayor F se cerró la puerta. Ludmila salió de su escondite apuntándolo.

– ¡Asesino! –le gritó.

–Mirá quién está acá –respondió fingiendo sorpresa.

–No es a ella a quien tenés que hablarle.

–Ah, mirá… hablabas. Tendría que haberte demolido cuando podía.

–Pero no tuviste los huevos suficientes. A vos, como al estúpido cura que da la misa, no te da el cuero, solo mataste por espalda. Decile a ella quién es el que enterraste en el monte del hospital.

Lanzó una carcajada y dijo:

– ¿A este puto? ¿Por qué tengo que decirle? La asquerosa monja subversiva tenía más dignidad que este maricón. No tenés lo que hay que tener para matar a un hombre como yo, puto.

–Ahora entiendo –dijo Ludmila llorando de bronca–. Entiendo el plan, es un plan de mierda. Sos tan hija de puta como este asesino.

–No, no, querida. No soy igual que este monstruo. Él huele a sangre inocente.

–Inocente, las pelotas. Eran la escoria de la sociedad, el obstáculo para el desarrollo de las familias santas y cristianas –dijo el mayor.

– ¡Callate, hijo de puta! –exclamó Ludmila, que no podía contener el llanto.

–Apretá el gatillo. Apretalo de una buena vez –le dijo la iglesia con la voz quebrada.

Ludmila hizo silencio. Respiró y bajó el arma.

El mayor agarró el bastón y, levantándolo, dijo:

–Dale, hacele caso, apretá el gatillo.

–Te dije que te calles, maldito viejo decrépito – exclamó Ludmila.

– ¡Apretá el gatillo! –gritó la iglesia.

El mayor intentó avanzar hacia Ludmila.

–No te muevas –dijo Ludmila levantando el arma.

El mayor la miró directamente a la cara. Sus ojos se pusieron completamente blancos, abrió la boca bien grande, como poseído por un espíritu demoniaco. Resopló y un humo blanco salió de su nariz. Echando su cuerpo hacia atrás, lanzó un rugido. Extendiendo los brazos en cruz, sosteniendo el bastón con la mano derecha, el cuerpo del mayor dobló su tamaño original.

Ludmila, apuntándole al pecho, vació el cargador. De los agujeros del cuerpo brotaron rayos de luz, hasta que volvió a recuperar el decrepito tamaño y cayó de espalda contra los bancos.

Ludmila miró hacia arriba con el arma colgando de su brazo, a un costado del cuerpo. La iglesia le dijo:

–Sabía que ibas a cumplir con el plan, no podías fallarme. Ahora tenés que irte de esta ciudad, de este país.

–Pero no volveremos a vernos –le respondió Ludmila con tristeza.

–El pabellón que esta el lado mío vas a ser vos cuando te mueras. Andate, vamos a tener mucho tiempo para estar juntas. Yo me encargaré de que este miserable se pudra, de que no vuelva. Quizá así empecemos a combatir el mal.

*Eduardo Antonio Tula: nació el 8 de mayo de 1972, obrero de la industria láctea y estudiante avanzado de Psicología y Psicología Social. Fue delegado Sindical y realiza trabajo social en los barrios. Participó en obras de teatro popular y diferentes eventos culturales en los barrios.

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Filed Under: Educación, cultura y arte

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