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Insisto y Resisto

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¿No estamos asistiendo a una “inercia tecnológica” desde un punto de vista macroeconómico?

9 de septiembre de 2021 por tali Leave a Comment

LA ILUSIÓN DE UNA “RUPTURA TECNOLÓGICA”

Sean cuales sean las cifras de las luchas de los próximos años, es poco probable que regresen los modelos del movimiento obrero en su apogeo de mediados del siglo XX. A pesar de todo lo que se les opone, tanto material como políticamente, las trabajadoras y trabajadores tendrán que buscar a tientas algo nuevo.

[Con motivo de la publicación, en noviembre de 2020, de Smart Machines and Service Work de Jason E. Smith (Ed. Field Notes, 2020), Tony Smith – profesor de filosofía en la Universidad Estatal de Iowa, autor entre otros de Technology and Capital in the Age onf Lean Production:  A Marxian Critique of the “New Economy” (Suny Press, agosto de 2020) – entabló un largo intercambio con el autor a fin de explicitar su enfoque de temas socioeconómicos muy debatidos, que tiene consecuencias sobre la actual fase de la posible organización y lucha de las y los asalariados. (Red. À l’Encontre)]

Tony Smith: En primer lugar, felicitaciones por la publicación de Smart Machines y Service Work. Este es uno de los mejores libros sobre las consecuencias sociales del cambio tecnológico que he leído, mucho más perspicaz que los libros de tecnología que reciben tanta atención en la prensa convencional. Muchos de estos libros defienden el tecno-utopismo, argumentando que si esperamos un poco más y ponemos en práctica las políticas adecuadas, las tecnologías avanzadas desencadenarán una nueva era de crecimiento y prosperidad. Otros adoptan una postura tecno-distópica, prediciendo niveles sin precedentes de desempleo tecnológico y caos social. ¿Cómo definiría su posición en relación con estas alternativas?

Jason E. Smith: Ambas están equivocadas. Ambas asumen que las economías capitalistas avanzadas están experimentando actualmente, o están a punto de sufrir, una profunda transformación impulsada por máquinas, cuyo principal efecto será un aumento repentino de la productividad del trabajo y el crecimiento económico. Los tecno-distópicos enfatizan las probables consecuencias sociales catastróficas para la estratificación de clases y los mercados de trabajo: una exacerbación de las desigualdades de ingresos y, sobre todo, un desempleo masivo.

En mi libro, me centro en este último punto. Los episodios de desempleo masivo no son el resultado del cambio tecnológico, sino del colapso económico. Si se llevara a cabo una reanimación robusta y automatizada de las economías de altos ingresos, los datos históricos sugieren una trayectoria completamente diferente. Podríamos esperar trastornos temporales del mercado de trabajo, a medida que se revisaran los procesos de trabajo, se redefinieran los trabajos, se reasignara la mano de obra desde los sectores de alta productividad hacia los sectores más intensivos en mano de obra, se crearan industrias completamente nuevas y se impusieran nuevas divisiones del trabajo (tanto sociales como técnicas). Surgiría una nueva composición de clases, con nuevas estratificaciones de competencias, de sexo, de raza o de localización.

En Estados Unidos, no hay más que remontarse al período posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que se extendió hasta aproximadamente 1965 o 1970 -lo que yo llamo Automatización 1.0-, para encontrar este esquema. Es cierto que, a largo plazo, tal transformación probablemente conduciría a un aumento del desempleo, y la mayoría de los nuevos empleos serían empleos mal remunerados en el sector de los servicios, especialmente los servicios personales. Miseria y trastorno para muchos, eso es cierto. Pero una transformación tecnológica radical de las economías avanzadas no está en marcha ni es inminente.

Las afirmaciones de que estas economías están al borde de un avance tecnológico provienen principalmente de las facultades de administración o de gestión, así como de Silicon Valley. Luego, son canalizadas, repetidas y retomadas por periodistas y comentaristas. Se acompañan de nombres de moda: “segunda era de las máquinas”, “tercera revolución industrial”, “industria 4.0”, etc. Este bombo mediático se extiende hacia la izquierda y está asociada con proyectos especulativos de RBU (Renta Básica Universal) o incluso con propuestas para nacionalizar las plataformas de redes sociales. Estas proyecciones se realizan en un contexto de crisis incesante (en 2018, el Banco de Inglaterra anunció que la economía británica había “sufrido el peor decenio para el crecimiento de la productividad desde el siglo XVIII).

La retórica que ha surgido y se ha consolidado en torno a la automatización puede interpretarse como parte de una iniciativa más amplia orientada a alimentar una burbuja de mercado sin precedentes en la historia, impulsada principalmente por un puñado de los denominados valores tecnológicos o Internet (los valores acertadamente denominados “FAANG”: Facebook, Amazon, Apple, Netflix y Alphabet-Google). La historia de la innovación de la última década se limita principalmente al sector financiero y a la política monetaria: recompra de acciones (800 mil millones de dólares en 2018), tasas de endeudamiento casi nulas, endeudamiento masivo de las empresas privadas, ciclo tras ciclo de flexibilización cuantitativa [la llamada política monetaria no convencional]. Los tsunamis de dinero barato han afectado a las economías más ricas del mundo, una parte importante de las cuales se ha dedicado a lo inmobiliario urbano. Con el inicio de la pandemia, tuvimos una dosis de tipo King Kong, que empujó a los mercados de valores a máximos históricos, ya que sectores económicos enteros cerraron y decenas de millones de trabajadores/as en los Estados Unidos perdieron sus trabajos.

Estas ficciones de cambio tecnológico son de vital importancia para una clase capitalista que se imagina a sí misma como una fuerza histórica progresista, pero que preside una economía profundamente estancada, que pasa de una crisis profunda a otra. Esta clase se presenta como una fuerza histórica disruptiva, incluso anárquica, cuyas extraordinarias innovaciones plantean problemas (un crecimiento explosivo de la productividad que hace superflua a la mitad de la fuerza de trabajo, etc.) que solo ella puede comprender y resolver (con la RBU, una garantía de empleo, quizás un Green New Deal (Nuevo Acuerdo Verde). No es de extrañar que la palabra de moda de la década haya sido inteligente (teléfonos, casas, fábricas, automóviles y ciudades inteligentes), un término que refleja la autoestima de quienes lo inventaron. Sin embargo, esas personas se han enriquecido gracias a las burbujas inmobiliarias y bursátiles.

No se equivoquen, vivimos en una época de caos social, por usar sus palabras: de polarización y fragmentación social, de endeudamiento creciente y de falta de crecimiento, de mercados de trabajo averiados y agudos conflictos de clases pero fragmentados e incoherentes. Smart Machines and Service Work intenta medir este creciente desorden y ofrecer una explicación diferente de por qué estamos atrapados en los engranajes.

Tony Smith: La mayoría de la gente cree que vivimos en una época de cambios tecnológicos sin precedente. Sin embargo, en su libro, habla de “inercia tecnológica sostenida”. ¿Qué quiere decir con esta fórmula de choque?

Jason E. Smith: En su mayor parte, los tipos de avances tecnológicos que han tenido lugar durante el último decenio, o más, no son macroeconómicamente relevantes, ya se trate del crecimiento de la productividad en el trabajo, el empleo, las tasas de inversión, el crecimiento del PIB o lo que sea. No es casualidad que la consolidación de esta retórica de automatización inminente (aprendizaje automático, gobernanza algorítmica, revolución de plataformas, economía del intercambio) haya coincidido con el repentino auge de empresas como Facebook, Apple, Alphabet, Amazon, Alibaba y Tencent.

A mediados de la década, estas empresas se habían consolidado como líderes en los mercados de valores -sus desmesuradas valoraciones superaban con creces a las antiguas transnacionales de banca, petróleo, farmacéutica y automotriz- al tiempo que se insinuaban en el tejido de la vida cotidiana de los consumidores de las clases trabajadoras y las llamadas medias. Las empresas de redes sociales como Facebook y las empresas monopolistas de Internet como Alphabet/Google han pasado la década prometiendo una revolución en la inteligencia artificial o los coches de conducción autónoma, mientras que más del 90% de sus ingresos procedían de la venta de espacios publicitarios a otras empresas (como bancos y fabricantes de automóviles). Estas plataformas han acumulado beneficios masivos durante la última década al crear y hacer cumplir condiciones operativas similares a las de un monopolio. Aunque se presentan como empresas de tecnología, invierten relativamente poco en I+D, pero gastan generosamente para aplastar a sus competidores potenciales, principalmente comprándolos muy pronto.

El smarthone se destaca como la innovación o el invento insignia de nuestro tiempo, su producto estrella. Su omnipresencia, su presencia en las aceras, en las aulas de consejo, en las aulas o en la mesa, confirma su condición de emblema de la época. En su mayor parte, solo reúne dispositivos más antiguos (teléfono móvil, computadora personal). Al brindar acceso a una variedad de entretenimiento (compras, transmisión de música y videos, comunicación de persona a persona) a través de una única pantalla interactiva, estos dispositivos completan una confluencia que ha estado en curso durante décadas: la fusión del comercio y la información, del entretenimiento y la sociabilidad, de la autoafirmación y la vida cívica en una pantalla LCD (u OLED), táctil y de talla única. Su usuario se debate entre estos registros, mientras los practica todos al mismo tiempo. Perdiendo el rumbo, su estado de ánimo cambia entre un entretenimiento inofensivo y una rabia inarticulada. Sin embargo, la mano dura de las mayores empresas tecnológicas en los mercados de valores, combinada con la fuerza de influencia que han desatado sobre el tiempo libre, el consumo, la identidad personal y el discurso público – todos ya erosionados y en descomposición desde hace décadas-, ha dado lugar a reivindicaciones para esta tecnología básica que superan con creces a su impacto en la forma en que compramos, consumimos los medios o interactuamos con nuestros amigos y amigas, nuestra familia y los extranjeros.

En el lugar de trabajo, estas innovaciones prometieron llevar a lo que Paul Mason promocionó como un “despegue exponencial de la productividad” [en su Postcapitalism a Guide To Our Future]. Eso es precisamente lo que no sucedió. En cambio, obtuvimos redes de vigilancia y seguimiento cada vez más estrechas, en las calles y en el centro de trabajo.

Es revelador que los teléfonos inteligentes y las plataformas de redes sociales despegaron en medio de una profunda recesión que nunca ha estallado realmente. El iPhone se lanzó por primera vez en vísperas de la crisis financiera de 2008. La forma en que la gente se comunica, obtiene información, mira películas, compra o comparte fotos nunca volverá a ser la misma. Pero la “paradoja de la productividad” de Robert Solow [Premio Nobel de Economía en 1987; nacido en 1924], formulada por primera vez en 1987 -“Se puede ver la era de las computadoras en todas partes excepto en las estadísticas de productividad”- ha resistido la prueba del tiempo. La última década ha sido testigo del crecimiento más débil de los aumentos de productividad del trabajo en décadas, incluso en el sector manufacturero. Sin embargo, la desaceleración de los crecimientos de productividad del trabajo comenzó aproximadamente desde 1970, es decir desde el momento en que el primer microprocesador en el mundo, el 4004 de Intel, hizo sus inicios.

Tony Smith: Esto nos lleva a uno de los misterios persistentes de la economía contemporánea, resumido en la expresión estancamiento secular. ¿En qué se diferencia su explicación de la desconexión entre el aparente dinamismo innovador de las últimas décadas y la relativa falta de dinamismo económico de la de otras personas que han llamado la atención sobre este fenómeno?

Jason E. Smith:A fines de 2013, cuando se calentó la retórica de anticipar una explosión en la productividad debido a la automatización, otra fracción de la clase dominante de EE UU intervino con una perspectiva muy diferente. Larry Summers, exsecretario del Tesoro de Bill Clinton, dijo que Estados Unidos y otras economías capitalistas maduras se enfrentaban a la perspectiva de un profundo estancamiento en el que el alto desempleo, el bajo crecimiento del PIB y los salarios estancados podrían persistir por mucho más tiempo que las desaceleraciones de corta duración de los ciclos económicos típicos.

El desempeño de la economía estadounidense pareció demostrar que Larry Summers tenía razón. El despegue prometido nunca llegó. La década en la que aparecen libros con títulos como Rise of the Robots. Technology and the Threat of a Jobless Future (Basic Books, 2016) que han ocupado un lugar destacado en el debate público también ha estado marcada por una implacable crisis económica mundial, en una escala sin precedentes desde la década de 1930. La primera ronda de esta debacle estuvo marcada por una serie de espectaculares quiebras en el sector financiero, bancos de inversión sobre-endeudados que han colapsado o han sido comprados por algunos céntimos por empresas menos expuestas. Lo que sucedió a continuación fue tan predecible como devastador: años desperdiciados marcados por tasas de desempleo no vistas en décadas, combinadas con tasas de participación en caída libre a medida que las y los trabajadores despedidos abandonaron el mercado del trabajo (o, en algunos casos, fueron reclasificados como “discapacitados”).

A medida que la demanda de mano de obra disminuyó, los salarios de muchos trabajadores cayeron. Así como los trabajadores han sido enviados al desempleo, también lo ha hecho el capital. A lo largo de la década de la crisis, las tasas de utilización de la capacidad instalada, que miden la brecha entre lo que una economía puede producir y su producción real, alcanzaron sus niveles más bajos en la historia de los Estados Unidos en la posguerra, muy por debajo de los de los años de crisis de la década de 1970. El crecimiento del PIB se tambaleó, incluso cuando el endeudamiento empresarial se disparó durante este período.

Tanto en Estados Unidos como en Europa, ha surgido un fenómeno observado por primera vez durante la “década perdida” japonesa de los noventa: la presencia fantasmal de empresas “zombis” capaces de evitar la ruina refinanciando constantemente su deuda, incluso mientras sus actividades se contraían. Más importante aún, cuando tantos comentaristas anunciaron la perspectiva de una nueva era de las máquinas, la inversión empresarial privada en capital fijo colapsó, alcanzando tasas sin precedentes en el período de posguerra. Las cifras de productividad del trabajo en los Estados Unidos, como era de esperar, han registrado tasas de crecimiento deprimentes, aumentando menos del 1% por año, incluso en el sector manufacturero históricamente dinámico.

La caída en los gastos de inversión fue particularmente marcada, pero de ninguna manera constituye una aberración con respecto a lo que vino antes. Pocos años después del inicio de la crisis, un estudio mostró que, medida como “porcentaje del PIB, la inversión empresarial ha caído más de tres puntos porcentuales desde 1980”. Desde la década de 1970, solo la década de los noventa se ha destacado como una anomalía, durante la cual un grupo de indicadores económicos (PIB, productividad del trabajo, inversión empresarial) experimentó un leve aumento. Pero entre 2000 y 2011, la tasa de inversión empresarial apenas se movió, creciendo solo una décima parte del nivel que prevalecía en los años 1990.

En la medida en que apuntan a la sequía de la inversión empresarial, los “estanflacionistas” no se equivocan. Pero su explicación de por qué las economías de altos ingresos de todo el mundo están sumidas en una crisis aparentemente interminable -la respuesta keynesiana, la demanda insuficiente- es muy débil. Cabe recordar que Alvin Hansen [1887-1975], el principal defensor estadounidense de Keynes, esbozó por primera vez la teoría del estancamiento secular en respuesta a la repentina recesión de 1937, después del fracaso de la estrategia fiscal contracíclica de Roosevelt para sostener el colapso de la demanda y estimular la inversión privada. Este fracaso obligó a Alvin Hansen a considerar la posibilidad de un letargo crónico e insoluble, y a especular sobre por qué las economías capitalistas maduras tienden a al estancamiento (stase) y a la deriva (¿declive demográfico? ¿cierre de fronteras?). Sin embargo, hoy en día, las prescripciones políticas de quienes están en este campo todavía se basan en nuevas rondas de gastos deficitarios a gran escala. Siguen deslumbrados por los aparentes éxitos de la gestión de la demanda keynesiana durante algunas décadas después de la Segunda Guerra Mundial, para reprimir mejor la derrota de esta escuela en la década de 1970, cuando estas mismas políticas contribuyeron al nacimiento de un monstruo macroeconómico –la estanflación- del que ni siquiera podían explicar teóricamente ni explicar sus antídotos.

En 1981, la proporción de la deuda pública estadounidense en relación al PIB era sólo del 31%; incluso antes del proyecto de ley sobre los gastos masivos adoptado en marzo de ese año (2020), esa cifra era superior al 100 %, muy próxima a la registrada en 1945-1946, cuando la financiación de los gastos de defensa para una guerra mundial estaba en marcha. Ciertamente es mucho más alta hoy. Asimismo, el gasto gubernamental en porcentaje del PIB ha crecido de manera constante desde 1970, alcanzando un máximo del 43% en 2010, un año después de la “recuperación” de la crisis de 2008. El tamaño de la economía capitalista privada continúa contrayéndose, en relación con la actividad económica total. Lo que los economistas de la corriente dominante, ya sean keynesianos o neoclásicos, no reconocen, es la distinción fundamental entre la actividad capitalista privada y el gasto público, financiado con fondos del sector privado (en forma de impuestos o deudas). Cuando los gobiernos compran bienes y servicios de empresas privadas para estimular la demanda, puede dar lugar a un crecimiento del empleo a corto plazo. Pero, como Paul Mattick [1904-1981] demostró con gran claridad hace algún tiempo en Marx & Keynes. Les limites de l’économie mixte (Edición francesa, Gallimard 1972) [en castellano Marx y Keynes. Los límites de la economía mixta Ediciones R y R -Razón y Revolución, Buenos Aires, 2013-, ndt], este tipo de gasto es sólo una forma de consumo a gran escala, dirigido por el gobierno, pagado con la reserva de beneficios (o “plusvalía”) generada por la economía privada. El gasto público de este tipo simplemente redistribuye esa parte del beneficio total a capitalistas específicos, como Raytheon, Pfizer o Purdue Pharma. Asimismo, cuando los gobiernos producen directamente servicios, como la educación pública, esos servicios no se venden en el mercado y no generan beneficios para invertir en expandir la producción. Aunque el gasto estatal en educación o cuidados de salud a menudo satisface necesidades reales, desde el punto de vista del propio sistema capitalista, es un gasto improductivo.

Tony Smith: Las categorías de trabajo “productivo” e “improductivo” no se encuentran en las tendencias económicas dominantes. ¿Podrías contarnos un poco más sobre esta distinción, que juega un papel crucial en su libro? 

Jason E. Smith: Esta distinción fue decisiva para la economía política clásica, para Smith, Ricardo y Malthus, así como para el gran crítico de esta escuela de pensamiento, Marx. Creo que también se siente profundamente en la experiencia del día a día de la gente, razón por la cual el eslogan falaz de David Graeber “bullshits Jobs” (trabajos de mierda) tuvo la resonancia que tuvo. Asimismo, Adair Turner [exjefe de la Confederación de la Industria Británica] habló recientemente de “actividades de suma cero” para caracterizar la fracción creciente de actividad económica dedicada no a la producción de riqueza sino a la lucha por su distribución. Sin embargo, esta distinción conceptual fundamental está completamente ausente entre los economistas de la corriente dominante.

Los economistas no distinguen entre las actividades que producen valor y las que lo circulan o distribuyen. Tampoco ven la necesidad de explicar cómo los beneficios acumulados por ciertos tipos de capital -capital bancario, empresas comerciales- representan partes de lo que Marx llama “plusvalía” de los empleos propiamente productivos. En lugar de distinguir entre actividades que producen valor y aquellas que capturan plusvalía redistribuida a través de la competencia intercapitalista, los economistas adoptan más o menos la noción de “productividad” utilizada por los empresarios y la prensa económica. Se dice que toda actividad económica que genera ingresos es productiva. Y la productividad del trabajo se mide dividiendo la producción, expresada en términos monetarios, por las unidades de trabajo. Por supuesto, la existencia de un sector público expansivo que no está sujeto a los rigores de la competencia intercapitalista y que proporciona bienes y servicios que no se venden en el mercado plantea algunos problemas a esta noción simplista. Pero existen sutiles trucos contables para tapar las lagunas.

Volvamos a la “paradoja de la productividad” mencionada anteriormente. La solución a este enigma parece haber sido propuesta en un famoso artículo de William Baumol [1922-1987]. Afirmó que cuando ciertos sectores económicos introducen innovaciones que ahorran mano de obra cuyo efecto neto es permitir economizar la mano de obra y cuyo efecto es una reducción de la demanda de mano de obra, la fuerza del trabajo recientemente redundante se reasignará de manera más o menos transparente a sectores más intensivos en mano de obra y menos productivos. Muchos de estos trabajadores serán trasladados a lo que los economistas llaman el sector de los “servicios”. El modelo de William Baumol predice que, dado que las beneficios de productividad se distribuyen de manera desigual entre lo que él llama sectores tecnológicos “progresivos” y los “estancados”, cada vez más mano de obra se concentrará en trabajos menos productivos, lo que resultará en una reducción de los aumentos de productividad de la mano de obra en su conjunto. Extrapolada a muy largo plazo, la creciente disparidad de las ganancias de productividad entre sectores conducirá a una economía en la que el crecimiento de la productividad será próximo a cero.

Esta historia tiene defectos conceptuales. Se basa en una noción de productividad confusa o contradictoria, incluso en sus propios términos. En mi libro, exploro algunas de las contradicciones que surgen al intentar comparar la productividad del trabajo entre sectores, a veces medida en unidades físicas y otras en unidades monetarias. ¿Cómo medir la productividad del sector financiero, cuya producción es difícil de caracterizar en términos físicos? ¿Tiene sentido siquiera medir la productividad de una actividad que simplemente sirve como intermediaria entre otras actividades económicas, sin producir “valores de uso” consumidos por las empresas o los hogares? Los economistas lo hacen todo el tiempo. ¿Cómo medir la productividad de los docentes en las escuelas públicas, que prestan servicios administrados principalmente por las comunidades locales y que no se intercambian por dinero en efectivo en el mercado? A pesar de los procesos de trabajo y las funciones sociales radicalmente diferentes de estos ejemplos, ambos se agrupan en la categoría única e inconsistente de los “servicios”.

Más importante aún, William Baumol no distingue entre actividades que producen valor y aquellas que no. No hace distinción entre los bienes y servicios proporcionados por el sector público y los producidos por la economía capitalista privada y, dentro de esta última, entre las actividades que directamente producen valor y las que solo lo hacen circular o distribuir. Explorar estas distinciones conceptuales es una preocupación central de Smart Machines and Service Work. Si utilizamos estas categorías, llegamos a una noción de productividad muy diferente a aquella en la que se basan los economistas y los líderes empresariales. Muchas actividades que emplean personal generan ingresos pero no aumentan la riqueza total de la empresa; muchas actividades que crean “valores de uso”, proporcionados por el Estado o los hogares privados, no producen valor o valor de cambio. Un número significativo de los denominados empleos del sector servicios producen valor, independientemente de su intensidad de trabajo y su resistencia al cambio tecnológico; otros no producen ningún valor e implican procesos de trabajo que pueden reformatearse para ahorrar mano de obra. La distinción entre trabajo productivo e improductivo atraviesa esta categoría y la convierte en analíticamente no pertinente.

Esta distinción es fundamental porque, como señalé anteriormente, las actividades improductivas deben pagarse con la reserva total de plusvalía generada por la economía privada: constituyen un coste en el que se incurre en el proceso de acumulación. Las convenciones de contabilidad de la renta nacional registran estos costes como ingresos. Una de las tendencias a largo plazo de una economía capitalista madura es el aumento del número de actividades improductivas, en relación con las actividades productivas necesarias para la acumulación: realización de partes del proceso de intercambio, facilitación de las actividades capitalistas mediante operaciones financieras, alquiler de terrenos y edificios a empresas productivas. Este excedente creciente de actividades laborales que circulan o distribuyen valor en lugar de crearlo, es tanto una condición para la acumulación de capital como, cuanto más aumenta esta relación entre actividades productivas e improductivas, un obstáculo para ella. Esta es una pregunta espinosa, y mi pensamiento sobre este tema le debe mucho a Paul Mattick y al trabajo del economista Fred Moseley [autor, entre otros, de The Falling Rate of Profit in the Postwar United State Economy-, St. Martin Press, 1991 – La tasa decreciente de beneficios en la economía de los Estados Unidos de posguerra-; Marx’s Capital and Hegel’s Logic: A Reeexamination con Tony Smith – Haymarket Books, 2015]. La consecuencia es que existe una tasa diferencial de crecimiento de la productividad del trabajo entre las dimensiones productiva e improductiva de la economía; las ganancias en la productividad del trabajo de las actividades que producen valor, con importantes excepciones, tienden a crecer más rápidamente que las de la circulación o distribución de valor. La expansión relativa resultante del sector improductivo ejerce una presión a la baja paralizante sobre la tasa agregada de beneficio. La única esperanza de aliviar esta presión es un aumento de la productividad del trabajo en el “sector” improductivo (término engañoso, ya que la distinción entre actividades productivas e improductivas se extiende a todos los sectores e incluso a empresas individuales).

Incluso entre las empresas que extraen directamente plusvalía en el proceso de trabajo, no existe correspondencia entre la cantidad de plusvalía que extraen y la que obtienen en forma de beneficios; estos beneficios reflejan la parte máxima de la plusvalía total producida por la economía en su conjunto que las empresas pueden apropiarse en el proceso de distribución. A medida que la acumulación se desacelera y las empresas capitalistas intensifican la competencia por una masa decreciente de plusvalía, dedicarán cada vez más recursos a “actividades de distribución de suma cero”, según la fórmula de Adair Turner. Suelen ser actividades de supervisión, porque el fortalecimiento de la disciplina en el lugar de trabajo requiere personal adicional para hacer cumplir la aceleración del trabajo en ausencia de refinamiento de las técnicas de producción. Pero con la misma frecuencia adoptan la forma de los denominados servicios “comerciales”, ya que cada vez se dedican más recursos a las operaciones contables, publicitarias y financieras, o a la eficacia de los procesos de marketing y comercio. El efecto neto de esta guerra de distribución en la economía es una nueva desaceleración de la acumulación, precisamente porque estas actividades representan costes generales adicionales pagados por los capitalistas de la reserva total de plusvalía creada por la explotación en las actividades propiamente productivas. Cuando se reduce la tasa de beneficio, la disminución de la plusvalía obliga a las empresas a destinar aún más recursos a la apropiación de esta plusvalía, en lugar de a su producción, lo que reduce aún más la tasa de beneficio. Es la dinámica de tipo vorágine de una economía que se estanca inexorablemente.

Tony Smith: Al final de su libro, usted parece bastante pesimista sobre los sindicatos y las formas colectivas de lucha, y pide nuevas formas de organización. ¿En qué se basa este pesimismo? ¿Tiene alguna idea sobre la configuración que podrían adoptar estas nuevas formas?

Jason E. Smith: Solo soy pesimista acerca de un resurgimiento del antiguo movimiento obrero, una perspectiva a la que se aferra mucha gente de la izquierda en Estados Unidos. Me parece prometedora y estimulante la forma en que se está desarrollando el conflicto de clases en la actualidad, incluso si el proceso permanece fragmentado, desorientado y lleno de sorpresas.

Desde el cambio de siglo, casi todo el crecimiento del empleo en los Estados Unidos se ha producido en “servicios” de baja productividad, y las proyecciones recientes de la Oficina de Estadísticas Laborales predicen que el empleo de más rápido crecimiento durante la próxima década será el de puestos de salarios bajos que no requieren formación formal.

Esta tendencia es desastrosa y exacerba una dinámica que se ha mantenido durante décadas. De alguna manera, todavía estamos atrapados en el torbellino creado por la gran ola de innovación capitalista que tuvo lugar entre 1920 y 1960 aproximadamente. Lo llamo “Automatización 1.0”, pero esta ola incluye el desarrollo y difusión a gran escala del motor de combustión interna, la construcción de infraestructura en una escala propiamente capitalista, las “promesas” y peligros de la energía nuclear, además de los desarrollos más estrechamente asociados con la automatización de las fábricas. No es ningún secreto que los salarios reales de los trabajadores en los Estados Unidos apenas se han movido desde mediados de la década de 1970. Mucha gente atribuye este estancamiento salarial a largo plazo a la derrota de los sindicatos desde principios de la década de 1980. Es cierto que, mientras tanto, las tasas de sindicalización se han reducido a la mitad en ese período. Pero la derrota no fue simplemente política. La situación material que hizo posible la consolidación del poder sindical en las décadas de la posguerra comenzó a erosionarse a partir de mediados de la década de 1960, a medida que evolucionaba la composición de la clase obrera y la naturaleza del trabajo en sí.

El estancamiento de los salarios ha estado íntimamente ligado con el inicio de una caída espectacular en la tasa de crecimiento de la productividad del trabajo. La Bureau of Labour Statistics (Oficina de Estadísticas Laborales de los EE. UU) muestra que durante el período 1973 a 1990, la productividad de los trabajadores y trabajadoras en los Estados Unidos creció a una tasa anual de solo el 1.3%, o sea una fracción de las beneficios registrados en las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

El crecimiento de los salarios reales de los trabajadores requiere un aumento de la producción por hora de trabajo. Ésta es la razón por la que los acuerdos de posguerra entre el capital y el trabajo en los Estados Unidos y Europa vincularon explícitamente los aumentos salariales con el aumento de la productividad: los trabajadores y los propietarios “compartirían” los beneficios del aumento de los rendimientos por hora. Cuando es difícil obtener tales beneficios, como ha sido el caso durante mucho tiempo en Europa, América del Norte y Japón, cualquier aumento potencial en los salarios de los trabajadores conduciría a una caída correspondiente en los beneficios para de los propietarios de las empresas. La clase capitalista ha combatido contra esta perspectiva y la combatirá con uñas y dientes.

La naturaleza cambiante del mercado del trabajo, de la composición de clases y del trabajo mismo ha tenido otros efectos paralizantes sobre el movimiento obrero. A medida que más y más trabajadores y trabajadoras se asignan a trabajos en el proceso de distribución en lugar de en la producción, o se concentran en los sectores mal pagados del llamado sector servicios (en tiendas, centros de llamadas, hospitales o guarderías), se encuentran dispersos por una miríada de industrias y, a diferencia de sus padres y abuelos, que a menudo se concentraban en grandes lugares de trabajo, reuniendo a miles de trabajadores, tienden a estar dispersos por todo el mundo, en lugares de trabajo más pequeños, a menudo trabajando con muy poco capital fijo. Si existe un rasgo característico del amplio sector de los servicios, en el que se concentra una gran parte del trabajo “improductivo” es un rasgo negativo: reagrupa procesos de trabajo concretos muy divergentes, cuya única característica común es la intensidad del trabajo. Los efectos “homogeneizadores” de la racionalización capitalista del núcleo manufacturero fueron una condición material decisiva para el crecimiento, en tamaño y poder, de los sindicatos de posguerra.

En períodos pasados ​​de rápida industrialización, los avances tecnológicos en una industria se extendieron rápidamente a todas las líneas de producción, convergiendo los procesos de trabajo. Los trabajadores que alguna vez estuvieron divididos por habilidad, clase, región, género y salarios se han encontrado realizando actividades laborales cada vez más similares, con sus competencias y niveles salariales convergiendo. A medida que las antiguas diferenciaciones de competencias basadas en la artesanía se erosionaron y se subcontrataron en la maquinaria a gran escala y que esta convergencia de procesos de trabajo dio como resultado saltos en la productividad del trabajo, a los trabajadores y las trabajadoras les resultó mucho más fácil definirse a sí mismos como trabajadores y trabajadoras sin más, definidos por encima y contra la clase capitalista, más bien que como empleados de una empresa específica, cuyas protestas se manifiestan contra tal o cual patrón.

A medida que los trabajadores se ven obligados a abandonar las industrias centrales, intensivas en capital, las condiciones materiales esenciales para la coherencia de clases desaparecen. A pesar de las especulaciones de los entusiastas de la automatización, la mayor parte de los trabajos del sector de servicios siguen siendo inmunes, por su propia naturaleza, a la mecanización. Y cuando son susceptibles de serlo, los bajos salarios prevalecientes disuaden a los propietarios de las empresas de emprender revisiones fundamentales de estas actividades (servicios de entrega, cajeros, guardias de seguridad, limpieza de hoteles, viajes en taxi). Los débiles aumentos de productividad, la persistencia de bajos salarios, la propia naturaleza del trabajo (que para muchos adopta la forma de servicios personales) y sobre todo la falta de solidaridad son desmoralizadoras para los trabajadores y trabajadoras. Tienen muy poca impresión de formar una clase en un sentido positivo, de prefigurar una sociedad futura, que se construirá a su imagen. En estas condiciones, puede prevalecer entre ellos un sentimiento de conflicto exacerbado, alimentándose de las formaciones de identidad muy antiguas (raza, etnia, sexo) que los dividen. Durante la pandemia, estas divisiones han crecido para incluir la distinción entre las personas consideradas “esenciales” y, por lo tanto, obligadas a arriesgar sus vidas para seguir trabajando, las que han perdido su empleo por completo y las, a menudo empleados o empleadas de clase media, que han migrado fácilmente a plataformas en línea.

A pesar del desmoronamiento de las condiciones que dieron origen al antiguo movimiento obrero, los últimos años han sido testigos de iniciativas extraordinarias tomadas por los trabajadores, tanto en el lugar de trabajo como en las calles. No hay que olvidar que esta es la verdadera amenaza, en 2019, de una huelga ilegal de los trabajadores de la TSA (Transportation Security Administration: la agencia nacional estadounidense de seguridad en los transportes), con los trabajadores de las aerolíneas dispuestos a unirse a ellos, que puso fin al shutdown (cese de actividades a raíz de un desacuerdo sobre el presupuesto) del gobierno. En los últimos años, los y las enseñantes de las escuelas públicas también se han preparado para emprender acciones a gran escala; estas han tenido lugar a menudo en estados supuestamente conservadores, pero han gozado de un apoyo popular abrumador. Los enseñantes de las escuelas públicas se han mantenido en gran medida alejados de la mecanización que ahorra mano de obra, del tipo que ha transformado algunas industrias, y su lugar en la división social del trabajo les otorga un poder social extraordinario.

En Francia, hemos vislumbrado recientemente cómo puede ser una revuelta de lo que Phil Neel llama “el interior del país”, cuando el movimiento de los chalecos amarillos -con todas sus contradicciones- tomó como objetivo los centros de las ciudades y las rotondas durante meses. Que Dios ayude a la clase capitalista si los trabajadores de los centros de distribución y las redes logísticas deciden atacar el flujo de mercancías en los puertos y las arterias de las redes que aseguran el justo a tiempo. Hace apenas unos meses, las tropas de la Guardia Nacional patrullaban las calles de los Estados Unidos bajo el toque de queda mientras los disturbios y las protestas contra la policía se extendían por todo el país en medio de una pandemia mortal.

El pesimismo real, para terminar con una nota personal, fue ver a cientos de miles de personas manifestarse contra el ataque a Irak, en 2002 y 2003, sabiendo cuán indefensas estaban estas “masas”. A pesar de la miseria imperante e incluso del trauma provocado por los años de crisis, hoy tenemos la impresión de que podríamos estar al borde de una ruptura real, de un corte. Pero sean cuales sean las cifras de las luchas de los próximos años, es poco probable que regresen los modelos del movimiento obrero en su apogeo de mediados del siglo XX. A pesar de todo lo que se les opone, tanto material como políticamente, las trabajadoras y trabajadores tendrán que buscar a tientas algo nuevo.

1/9/2020

Economie politique. Face à l’illusion d’une «rupture technologique», n’assiste-t-on pas «une inertie technologique» du point de vue macroéconomique?

Traducción: Viento Sur

Entrevista inicialmente publicada en el sitio web de The Brooklyn Railen en noviembre de 2020

Tomado de: Viento Sur.

Filed Under: Campesinos y trabajadores, Educación, cultura y arte, Internacional, Opiniones y debates

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