Nicolás Armando Herrera Farfán
Investigador IEALC–UBA
Circula por las redes sociales el video de la entrevista que el 5 de mayo, el periodista de CNN Fernando del Rincón le hizo a Álvaro Uribe Vélez (www.youtube.com/watch?v=rMrZHtqeJN0). En ella, Uribe se enojó cuando el entrevistador lo increpó en vivo. Dijo que se lo atacaba y se lo
irrespetaba, y luego de decirle “bravucón” al periodista, dijo que no era una entrevista sino una
“emboscada”. Al parecer, el panel del programa argentino TN Central en la noche del 7 de mayo,
no lo “emboscó” y durante casi 19 minutos, la teleaudiencia contempló el rostro lozano y tranquilo, y la palabra pausada de Álvaro Uribe Vélez
(www.youtube.com/watch?v=KFB1qtVL_oM). Sin interrupciones, contradicciones o cuestionamientos, Uribe dijo lo que quiso.
En esta última entrevista, Álvaro Uribe Vélez expuso cinco mitos claves que están en el corazón
profundo del relato hegemónico y de la historia oficial sobre el que se asienta el régimen colombiano a lo largo de su historia institucional. Aunque merecen mayor desarrollo, los
planteamos “en caliente” dada la urgencia de los acontecimientos.
1. La democracia garantista.

Uribe Vélez defendió el mito institucional fundamental: en el país existe un régimen democrático y electoral, regido por una Constitución y un orden jurídico, totalmente contrario a una dictadura,
donde se garantizan los Derechos Humanos, con división de poderes, y donde los diferentes actores estatales cumplen sus funciones en beneficio de la ciudadanía. En su discurso, a la vieja usanza ateniense, la “democracia” es el consenso de los ricos y los propietarios. En esto sigue a pie juntillas el relato de que la ley es legítima porque es legal, así ordene matar o deje morir y que la sola existencia de la ley es garantía de la libertad, como dijo el padre mítico del modelo colombiano, Francisco de Paula Santander: “Colombianos, las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. Ahora bien, Uribe apellida a esta democracia como “garantista”, pues garantiza el derecho de propiedad, despojo y acumulación.
Sin embargo, la realidad desmiente a Uribe Vélez. No existe la cacareada división de poderes
públicos prototípicos de un régimen democrático liberal que, efectivamente, garantice los derechos humanos, la Constitución y las leyes, pues el partido de gobierno (que él preside) tiene mayorías en el Congreso de la República (por coalición) y ha comenzado la remoción de la Justicia (que incluso ha llevado a plantearle una reforma de la Justicia para limitar a la Corte Suprema). Por otro lado, ha cooptado todos los organismos de control: Procuraduría General de la Nación, Contraloría General de la República, Fiscalía General de la Nación y Defensoría del Pueblo. De tal suerte que controla a quienes deben controlarlo.
Por ello, quizás, en lugar de hablar de “democracia garantista”, sea mejor hablar de “democracia
genocida” (Javier Giraldo) asociado a un “capitalismo gangsteril” (Renán Vega Cantor), que se
erige como un “orangután con sacoleva”, es decir, un régimen anómalo que combina negociación, ritos electorales y aperturas políticas con una brutal y sostenida represión exterminadora (Francisco Gutiérrez Sanín).
2. La conspiración del terrorismo comunista totalitario

La “democracia garantista” está asediada por un espectro terrible que la amenaza por todos los
medios: el terrorismo comunista totalitario, el cual, con diferentes nombres (“subversión”,
“narcoguerrillas”, “terrorismo”, “narcoterrorismo”, “progresismo”) despliega una conspiración
internacional que induce el caos, la violencia, el vandalismo y el terror.
La democracia colombiana enfrenta un plan diseñado y orquestado delicadamente por una
plataforma política impulsada por los intereses de Venezuela (chavismo) y Cuba (castrismo) y
alimentada por el Foro de Sao Paulo. En este sentido, el rechazo de la reforma tributaria es la punta del iceberg de una planificación al servicio de intereses internacionales proclives al comunismo, el narcotráfico y el totalitarismo, que, en el marco de su estrategia, orquesta un plan de mentiras y difamaciones para debilitar la moral y desacreditar éticamente a las legítimas fuerzas armadas.
Este castro–chavismo orienta las acciones de sus agentes locales: sectores políticos radicales
afines a las guerrillas (“narcoterrorismo”), con el propósito de destruir la democracia colombiana y el aparato productivo en tres pasos: (a) desarrollar una violencia callejera (“terrorismo vandálico”); (b) tomar el poder mediante las elecciones de 2022; y, (c) establecer el socialismo del siglo XXI, un modelo que convertiría a Colombia en una segunda Venezuela o una tercera Cuba. Esta tesis fue esbozada por el jefe paramilitar Salvatore Mancuso, quien dijo que el país estaba en deuda con sus estructuras, por haberlo librado de ser una “nueva Cuba”.
De esta manera, las reivindicaciones sociales y económicas se convierten en estratagema de un
plan conspiranoide, las protestas sociales transmutan a “terrorismo vandálico” y las identidades
políticas sólo expresan obediencia a dictámenes internacionales. Todo esto se articula para desestabilizar la nación, quebrar la democracia y establecer el autoritarismo. Este juego orwelliano, tampoco es nuevo en la historia colombiana, pues basta recordar al coronel Alfonso Plazas Vega, diciendo ante la prensa que estaba “defendiendo la democracia”, mientras sus tanques incendiaban el Palacio de Justicia, mataban magistrados y desaparecían personas.
Sin embargo, en la calle no se expresa el resultado de un plan internacional, sino el cansancio y
hartazgo popular frente al neoliberalismo sanguinario impuesto en el país; esta expresión colectiva del deseo y de la inconformidad, no pertenece a ningún grupo, y eso la hace, al mismo tiempo, espontánea y difícil de controlar, siendo blanco fácil para la represión y gran incógnita para el futuro.
3. Las Fuerzas Armadas democráticas y la “humanización selectiva”.
En el marco de este panorama, las Fuerzas Armadas cumplen un papel de defensa de la soberanía, las instituciones y las leyes. Su presencia en las calles y su rol represivo se justifica como un asunto de Seguridad Nacional. Se trata de la reedición de la doctrina del “enemigo interno”, agente de una conspiración internacional, que se esconde bajo la careta de las “protestas legítimas” para desplegar su repertorio de vandalismo. De aquí se deriva que las fuerzas armadas no ejercen “violencia institucional”, sino que luchan por la seguridad nacional y la soberanía, es decir, por la garantía de la supervivencia del régimen.
Para Uribe es necesario defender las fuerzas armadas y de policía porque ellas defienden la
institucionalidad, y si la institucionalidad es una “democracia garantista”, las fuerzas armadas son “democráticas” y “garantistas”. No están al servicio de una dictadura sino del respeto de los
derechos humanos, por lo que no usa armas letales, se apegan a la Constitución, las leyes y los
tratados internacionales, y los “errores” o “excesos” de algún miembro de la institución, es
sancionado, juzgado y condenado ejemplarmente.
El expresidente considera que las fuerzas armadas se constituyen en el único camino que tiene
Colombia para enfrentar la “revolución molecular disipada”, una doctrina difundida por el nazi
chileno Alexis López Tapia, profesor de la oficialidad militar colombiana, y que es una relectura en clave de derecha de la proposición de Félix Guattari para explicar los estallidos sociales y orientar las acciones represivas bajo el modelo de “guerra civil permanente”. En este contexto se entiende el tuit que le fuera borrado: “Apoyemos el derecho de solados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”.
Sin embargo, de nuevo, a Uribe lo desmienten los hechos. Entrenadas por los Estados Unidos,
las Fuerzas Militares colombianas, reciben el segundo mayor presupuesto regional (después de
Brasil) y se han negado reiteradamente a reformar su doctrina, a abrir sus archivos y a quebrar el
modelo de impunidad de su Justicia Penal. Su accionar criminal puede seguirse desde el pasado
reciente (los casos de los desaparecidos del Palacio de Justicia en 1985; los millares –6.402
reconocidos judicialmente– de casos de asesinatos de civiles para ser presentados como guerrilleros caídos en combate, mal llamados “Falsos Positivos”, durante su mandato presidencial; la brutalidad policial que antaño cegó la humanidad del adolescente Nicolás Neira; el asesinato con sevicia del desmovilizado Dimar Torres) hasta el presente: el uso de armas letales no convencionales de la Policía en 2019 que acabó con la vida del joven Dylan Cruz; los bombardeos a campamentos con niños y niñas en el sur de Colombia durante este gobierno y los innumerables videos que circulan por las redes sociales de las acciones de los servidores públicos –con o sin uniforme– que agreden, hieren, torturan y masacran a manifestantes.
De otro lado, como parte de su estrategia de defensa de los militares, al mejor estilo del nazismo, argumentó un proceso que llamamos: “humanización selectiva”, que consiste en desvirtuar la
humanidad, dignidad, vida y honra de las personas que se manifiestan en contra del gobierno, y
exaltar, al mismo tiempo, la humanidad de policías y soldados, sugiriendo el sufrimiento que
padecen por los señalamientos y la violencia del terrorismo vandálico, enalteciendo el drama humano de sus familiares, y la fragilidad de sus vidas. Una macabra operación de guerra
psicológica que convierte a los victimarios en víctimas y busca la adhesión emocional de las
mayorías en su favor.
4. La defensa (encubierta) del paramilitarismo, la esquizofrenia estatal y el negacionismo.
El argumento más siniestro de Uribe para defender a las tropas, se deslizó de pasada: si no se
defienden a las fuerzas armadas democráticas, apegadas a la ley, garantes de los derechos humanos, los colombianos pueden verse tentados, como en el pasado, a conformar grupos paramilitares. De esta manera, se desliza una legitimación del paramilitarismo que existe y que, tal vez, convoca para que se haga presente y defienda al gobierno como un “ejército de reserva”.
Detrás de este argumento, se esconden tres realidades ya evidentes para la historia: (1) los
paramilitares no surgieron espontáneamente, sino como parte de un plan articulado de guerra
contrainsurgente en la década de 1960; es decir, que dependían de la estructura militar; (2) en la
década de 1980, los paramilitares fueron potenciados por el narcotráfico, principalmente el cartel de Medellín, con el cual colaboró el propio Uribe Vélez; y, (3) ese narcoparamilitarismo, invirtió la correlación, en un proceso de cooptación estatal, en dos momentos: el proceso de legalización en la década de 1990 y que a partir de 2002 (durante su mandato como presidente) y la reingeniería de 2002 que intentó absorberlo en el aparato estatal y garantizar la impunidad de los crímenes, los nexos políticos y los beneficiarios económicos. En este último punto, Álvaro Uribe Vélez emerge como un protagonista fundamental.
Así pues, resulta una falacia histórica y judicial el intento de mostrar al paramilitarismo como un
“tercer actor” terrorífico, totalmente ajeno al Estado. Así mismo, señalarlo como un agente
bárbarico y criminal igual a la guerrilla, cuando todos los informes de derechos humanos los
señalan como los principales responsables de las acciones de terror (como las masacres), en asociación con miembros de las fuerzas armadas.

5. El mesianismo del poder (o cuando el diablo bendice con milagros).
Uribe Vélez señala la necesidad de una reforma tributaria en medio de una retórica demagógica y
populista, pero, en un intento imposible de desmarcarse del gobierno de Iván Duque Márquez
(impuesto por él) se muestra como opositor de la Reforma Tributaria: comparte la necesidad de una reforma para palear la crisis económica de la pandemia, que sumió al país en la pobreza “a pesar de todos los esfuerzos del gobierno”, y que debe encaminarse a buscar los recursos entre los sectores más adinerados y pudientes del país para destinarlos a las políticas sociales, garantizar la gratuidad de la educación superior y promover el empleo juvenil. Sin embargo, se opone al tiempo en que ha sido presentada y al diseño.
Ahora bien, nuevamente, la realidad le estalla en la cara porque: (1) el ministro de Economía,
Alberto Carrasquilla, quien diseñó y planificó la Reforma, fue su ministro; (2) Carrasquilla ya había implementado una reforma en 2019 que exentó de impuestos a los más ricos, salvó los monopolios y favoreció el gasto militar, en contra de las Pymes (mayores promotoras de empleo) y de la financiación de la universidad pública (que el año anterior se manifestó por la “Matrícula Cero”, desoída por el gobierno); y, (3) el modelo de la reforma apuntaba a recaudar exclusivamente entre las personas naturales (dejaba exentas a las personas jurídicas) y de manera prioritaria entre la clase media; y aumentaba el IVA y diversificaba su aplicación en diversos productos de la canasta familiar, afectando directamente a las economías familiares de los más pobres.
Así pues, su oposición no es más que un nuevo juego político para mostrarse como el salvador
de los pobres, en medio de la contrarreloj que comienza a vivirse en Colombia de cara a las
elecciones presidenciales de 2022, donde el espectro político que lidera presenta la mayor crisis
política en dos décadas y donde su imagen se encuentra en una ilegitimidad sin precedentes.
Una palabra final
El intento del canal TN de lavarle el rostro a Álvaro Uribe Vélez ante la opinión pública argentina, buscando de paso pegarle a Alberto Fernández, podría parecer una soberana nimiedad o una broma de mal gusto, si no se tratara de la referencia absoluta de la derecha más recalcitrante y reaccionaria del continente, que sirve de modelo o inspiración para diversas facciones políticas vigentes en el país; y, cuyos mitos animan sus programas y plataformas políticas.
El caso colombiano, al igual que el chileno, sirve como un análisis anticomunista y antipopular
en favor de una posible restauración conservadora en las próximas elecciones nacionales y como
posibilidad de profundizar las críticas al gobierno de Alberto Fernández.
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