
Ariel Petruccelli*
Presentación
Este artículo apareció en el número 0 de la revista Contra-Tiempos, impresa en Argentina en mayo de 2013. Desconocemos el destino de este proyecto editorial. Hay un enlace al número 1, en el sitio www.democraciasocialista.org, del 25 de Mayo de 2015, el cuál sólo apareció en formato digital.
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El socialismo (o el comunismo) constituye una variopinta y venerable tradición. Su fantasma aterró a la Europa del capital a mediados del siglo XIX. Su primera realización práctica -la revolución rusa y el Estado soviético- despertó los más profundos anhelos libertarios de las clases trabajadoras y los pueblos colonizados. Su espíritu indomable batalló contra la deriva burocrática y totalitaria de los Estados pos-revolucionarios. Sus sueños radicales alentaron las oleadas revolucionarias de los sesentas. Pero, pese a todo, el socialismo resultó prácticamente eclipsado por el derrumbe del “comunismo” y la hegemonía neo-liberal en los años noventa.
Hoy en día no se sabe bien cuál es el estado del socialismo. Si sobrevive, si ha muerto definitivamente, si se halla en estado de coma o si meramente descansa con placidez esperando su inminente regreso a la escena política mayor. Para algunos es cosa del pasado: paréntesis anómalo en el desarrollo del capitalismo o etapa superada ante los nuevos desafíos de lo que se ha dado en llamar “política pos-socialista”. Para otros es una amenaza siempre latente y temible. Hay quienes no ven problema alguno y esperan confiados el inminente colapso del capitalismo que anuncie la hora de la revolución. Hay quienes, finalmente, reconocen que el derrumbe de la URSS y los fracasos o derrotas de los intentos revolucionarios del siglo XX implican el fin de una etapa histórica, pero que aún así el socialismo sigue siendo un ideal y un objetivo legítimo, tanto como el capitalismo es una realidad deleznable y potencialmente suicida. En las filas de estos últimos nos contamos.
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¿Qué tono debería adoptar nuestra palabra, en estos tiempos y estas circunstancias: las de ser parte de un colectivo editorial lanzado a la aventura de hacer nacer un espacio teórico plural, pero claramente embarcado en la tarea de apuntalar y desarrollar a una izquierda revolucionaria renovada? En verdad, no lo sabemos. Ni el pesar ni el entusiasmo reflejan nuestro espíritu. No estamos ni exaltados ni afligidos. Más bien, con Terry Eagleton, consideramos que el realismo debiera ser el imperativo de la política socialista, antes que ilusorios pesimismos u optimismos. No nos mueve ni la urgencia de quienes ven a cada paso tareas impostergables y acciones políticamente decisivas todos los días, ni el académico desinterés por las cosas de este mundo. Pensamos y actuamos, por así decirlo, a largo plazo.
No nos atrae la torre de marfil ni tenemos la pretensión de iluminar a nadie. Pero, eso sí, estamos dispuestos a escalar montañas con tal de ver mejor el paisaje. Bien sabemos que eso lleva tiempo y requiere paciencia. Además exige esfuerzos, no siempre gratos. En todo caso, aunque norenunciamos a la voluntad de cambiar el mundo, nos parece que hoy por hoy la izquierda necesita en buena medida entenderlo. Cualquier política socialista responsable supone una intelección apropiada de las estructuras, las coyunturas y los acontecimientos. Una intelección para la que el marxismo intelectual no está en modo alguno desarmado, pero cuyos textos y argumentos son pertinazmente ignorados por el grueso de los marxismos militantes.
Paradójicos tiempos los nuestros: un capitalismo más predador y peligroso que nunca señorea sin enemigos de fuste a la vista; aplastado políticamente, el marxismo se muestra sin embargo eficaz para describir y prever los sucesos presentes. En buena medida, la paradoja del marxismo contemporáneo es que debe dar cuenta de las razones de su actual impotencia….
Rodolfo Mondolfo analizó alguna vez (en un escrito escasamente conocido y hoy casi completamente olvidado) las complejas y ambivalentes relaciones entre la conciencia histórica y el espíritu revolucionario. [1] Mientras que la conciencia histórica es por fuerza consciente de la tradición y percibe, si es sincera, los elementos de continuidad (aunque también pueda apreciar los cambios) entre el presente y el pasado; el espíritu revolucionario quiere olvidarse del pasado, cortar con él, cambiar repentina y radicalmente el orden político, económico y social. Para el espíritu revolucionario la conciencia histórica -con su sentido de la continuidad y la complejidad del desarrollo social- es un lastre para la acción. El pensador italiano mostró que incluso dentro del marxismo -la tradición revolucionaria con más voluntad histórica- sobrevivía ese dualismo.

Durante buena parte del siglo XX un número considerable de historiadores -y casi todos los historiadores marxistas- creyeron poder cortar el nudo gordiano lúcidamente expuesto por el pensador italiano apelando con fervor a un conocimiento histórico que revelaría las razones por las que el futuro anhelado sería inminente. La historia creía convertirse así en clave para lacomprensión del presente y en estrella guía de la acción orientada al futuro. Espíritu revolucionarioy conciencia histórica parecían reconciliados. Mondolfo podía ser ignorado u olvidado.
Pero todo tiene su precio. En el caso que tratamos el precio a pagar fue la supervivencia velada o explícita de las filosofías sustantivas de la historia, cierta insensibilidad hacia la asimetríaentre la explicación (de lo ocurrido) y la predicción (de lo por venir), y una concepción simplista de la especificidad de la vida política. A la larga las tensiones entre espíritu revolucionario y conciencia histórica reaparecerían, sea porque las revoluciones seguían derroteros imprevistos, sea porque las sociedades pos-revolucionarias mostraban evidentes signos de continuidad que impugnaban o ponían en entredicho la idea de una total ruptura.
Los tiempos de la evolución de las estructuras sociales rara vez coinciden -si es que alguna vez lo hacen- con los tiempos de los eventos políticos. La temporalidad de las estructuras no es la temporalidad de la vida humana. He ahí el dilema.
No pretendemos resolverlo. Quizá sea irresoluble: Mondolfo supo ver que conciencia histórica y espíritu revolucionario conforman un tenso dualismo. Nos proponemos, más bien, ubicarnos en esa dualidad. Habitar en ella, por así decirlo. Manifestamos, pues, nuestro doble compromiso con el conocimiento histórico y con la voluntad revolucionaria, aceptando serenamente sus tensiones y contorsiones. Nuestra mirada, pues, deberá mirar simultáneamente hacia el pasado y hacia el futuro, sin dejar de ver el presente. No es sencillo, lo sabemos. Podremos desnucarnos o quedar bizcos. Pero no hay alternativa. O la alternativa es permanecer ciegos.
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Aplastados sus enemigos históricos, conquistados los antiguos bastiones “comunistas”, colonizadas áreas enteras de la vida antiguamente no mercantilizadas, alcanzado algo parecido a la hegemonía político-ideológica, las fuerzas del capital se presentan como increíblemente poderosas. Sería absurdo desconocerlo y necio negarlo. Y sin embargo, no es menos absurdo ni menos necio extraer de este hecho la conclusión de que si hay capitalismo para rato debemos llevarnos bien con él. Al menos por tres razones principales. La primera es que no es nada evidente que haya capitalismo para rato. El desarrollo irrefrenado de la sociedad de consumo nos ha colocado, ya, ante claros límites ecológicos. Dicho crudamente: el capitalismo está devastando el planeta, sin que haya garantía alguna de que futuras tecnologías puedan solucionar los desastres que les dejamos a las generaciones venideras. La segunda razón es que su poderío no torna al sistema más defendible éticamente. Todos los males por los que la tradición socialista criticó al capitalismo siguen vigentes, en algunos casos apenas morigerados, en otros cruelmente acrecentados. Y la tercera, pero fundamental razón, es que se acumulan evidencias de que el sistema no es capaz de garantizar estabilidad. Hoy parece indiscutible lo que siempre supo Marx: que las crisis económicas no pueden ser evitadas, que son constitutivas del capitalismo. Como dijera Terry Eagleton en 2003, “el FMI es muy consciente de la repugnante inestabilidad de todo este negocio; una inestabilidad que, irónicamente, la globalización profundiza”. [2]

Debemos, entonces, meditar sobre el socialismo, compelidos por la trágica conciencia de su necesidad, pero con la obligación intelectual de asumir que todos los males y desastres del capitalismo no constituyen garantía de que el socialismo podría hacer mejor las cosas. La experiencia histórica, con sus infinitas ironías, nos ha arrojado en esta trágica situación en la cual ante un capitalismo descontrolado no disponemos de ningún modelo mínimamente claro y creíble de socialismo que oponer. Las tempestades de la historia barrieron con los ensayos socializantes del pasado, sin que apenas nadie derramara una lágrima. El modelo de socialismo estatal, autoritario y burocrático conocido en el siglo XX no es, definitivamente, una buena alternativa a los desmanes del capital. Pero entonces, ¿cómo sería posible refundar el socialismo?
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El conjunto de las fuerzas de izquierda se halla (nos hallamos) ante una situación complicada. Decir que la izquierda se encuentra sumida en una crisis ideológica y política de enorme magnitud puede parecer una verdad de perogrullo. Para cualquier observador es un dato obvio e indiscutible. En la inmensa mayoría del planeta la izquierda revolucionaria, en términos políticos, no cuenta. En lenguaje futbolero diríamos que no milita en la primera división: más bien lo hace en la “B”, y pujando por no descender. Desde luego, quienes hacen este diagnóstico suelen no ser de izquierdas, o el hacerlo actúa muchas veces como excusa (y en los casos más sinceros como argumento), para abandonar todo compromiso con el anti-capitalismo militante. Por el contrario, las fuerzas de izquierda suelen negar este diagnóstico o, más precisamente, guardan un incómodo silencio al que pretenden ahogar con el amontonamiento sin ton ni son de luchas y huelgas en cualquier lugar del mundo, con cualesquiera objetivos (¡qué importa, siempre se les puede atribuir los objetivos que uno quiera!) y haciendo caso omiso a sus resultados. Así, unainsólita matemática militante suma lo que conviene y no resta nada; multiplica luchas pero olvida las derrotas. Queremos, pues, ser completamente enfáticos en este punto: el eclipse de los“socialismos reales” ha dejado a la izquierda huérfana de modelo social que ofrecer y, más aún, de estrategias viables de derrocamiento del capitalismo y transición al socialismo. Pero, dicho esto, deseamos colocar el mismo énfasis en reafirmar nuestro compromiso con el socialismo revolucionario. Un compromiso, insistimos, que no se puede basar en negar lo que ocurre en el mundo. De ello se deriva una primera tarea político-intelectual: aclararnos sobre las causas y razones que hicieron que las enormes luchas revolucionarias del siglo XX terminaran en el innegable fracaso en que culminaron. Sería fácil -como hacen todavía hoy muchos grupos militantes- explicarlo todo por la traición de los dirigentes; por los desvíos y frenos que las burocracias impusieron e imponen a una clase obrera siempre dispuesta a la lucha pero eternamente ingenua y recurrentemente engañada; por la crisis de dirección del proletariado.
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¡Pero no podemos! Somos marxistas, después de todo, y “explicaciones” de este tenor, además de no explicar absolutamente nada, se fundan en premisas idealistas y subjetivistas que nada tienen que ver con el materialismo histórico. Hay que estudiar, pues, las condiciones económicas, políticas y sociales que hicieron que la historia del siglo pasado fuera lo que fue. Pero también hay que hacer inteligibles los cambios que se están produciendo, e indagar en qué medida o de qué manera tales mutaciones podrían ayudar a la causa del socialismo y hacer que los intentos revolucionarios del siglo XXI (si han de producirse) tengan mejor fortuna.
Todo lo dicho hasta aquí tiene como corolario la necesidad imperiosa del estudio y la investigación rigurosa. Comprender lo que acontece en el mundo sin velos bien-pensantes, sin máscaras, sin engaños auto-complacientes. Es necesario hacer ciencia, y ciencia de la buena. Pero habrá que combatir con uñas y dientes al cientificismo. El cientificismo es creer que la ciencia presupone neutralidad (como si tomar partido fuera incompatible con el conocimiento objetivo) y que es además la única actividad intelectual legítima, la única forma de conocer y de razonar, la poción mágica que tiene respuestas y soluciones para todo. Ante esto decimos: ¡no! La ciencia no es tanta cosa. La buena ciencia, la ciencia en serio, es modesta. Sabe que no tiene ni tendrá respuestas para todo, sabe que tiene más preguntas que respuestas, sabe de la importancia del conocer, pero no ignora que también hay otras cosas que valen la pena en este mundo.
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La tradición marxista ha tenido -¡cómo no!- sus propios cientificistas. Marx y Engels fueron bastante ambiguos en este terreno. Y ciertas afirmaciones suyas, ciertos silencios, y el olvido de algunas otras cosas que escribieron, terminaron facilitando que el “socialismo científico” fuera una ortodoxia, contrapuesta al “socialismo utópico”.
Para los “marxistas ortodoxos” el socialismo científico se diferenciaba de modo taxativo del socialismo utópico. Más aún, el socialismo científico era decididamente anti-utópico. El carácter socialista del marxismo pretendía ser exclusivamente la resultante de una deducción científica. El socialismo no tenía necesidad de ningún ideal: le basta con el análisis científico que descubre cuál habrá de ser el desarrollo histórico inevitable a partir de las presentes contradicciones de la sociedadburguesa.
La relación entre socialismo y ciencia que esta concepción supone es, sin embargo, insostenible. Implica creer que la ciencia dispone de una capacidad predictiva de un grado tan elevado que la misma no posee ni es probable que posea jamás. Dicho crudamente: las pretensiones del autodenominado “socialismo científico” son científicamente insostenibles. Esta concepción presupone, además, que si los individuos descubren o creen que un desarrollo histórico es inevitable, entonces habrán de luchar por él. Y esto es manifiestamente falso, como lo demuestran muchos casos de indiferencia política o de personas que han librado combates (por razones de moral o dignidad) sabiendo o creyendo que no tendrían éxito. Finalmente, hay una objeción lógica: las premisas científicas están formuladas de manera descriptiva o indicativa; mientras que las afirmaciones morales tienen una formulación prescriptiva: su forma es imperativa. A diferencia de la ciencia, las normas no describen lo que es, sino que prescriben lo que debe ser. Pero no es posible extraer lógicamente, de premisas en el indicativo, conclusiones en el imperativo (hacerlo es incurrir en la falacia naturalista).
La conclusión que se impone es sencilla: no es posible extraer mecánicamente del análisis científico del mundo social un ideal ético o un objetivo político. Pero si ningún programa político puede ser fundado exclusivamente (y acaso ni siquiera principalmente) en un análisis científico, es obvio que el socialismo requiere además y por sobre todas las cosas de justificación ética o moral,algo en lo que tradicionalmente insistieron los utopistas. Si a esto agregamos la debacle de los “socialismo reales” -que muestra las complejidades, las dificultades y los callejones sin salida que enfrentan los intentos de trascender el orden capitalista-, entonces se impone la conclusión de que no es tema baladí el pensar y diseñar modelos viables de socialismo posible. La izquierda debería ejercer la imaginación utópica y asumir las complejidades de la reflexión ética. Lo cual no entraña un mero regreso al viejo utopismo. El realismo es irrenunciable. Es indispensable, pues, combinar utopía y realismo. Pensar en las formas y las vías de una utopía realista. No renunciar a la imaginación utópica, pero asumiendo los desafíos de una utopía con conocimiento de causa (no castillos en el aire), una utopía sin inocencia, como decía Francisco Fernández Buey. Visto desde el otro ángulo: la izquierda debería ser irrenunciablemente realista, pero el suyo, es decir el nuestro, esun realismo revolucionario, y como tal posee un componente utópico: es un realismo que no se contenta con constatar y glorificar lo que hay, sino que apunta hacia lo que debería haber. El marxismo que preconizamos, pues, combina ciencia y utopía. Combina, decimos. No confunde.
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Si el socialismo de nuestro tiempo debe ejercer la imaginación utópica, es claro que también debe avanzar en otro terreno tradicionalmente olvidado: la ética y la justicia. Son conocidos los recelos con los que Marx abordó a todas las corrientes socialistas de su tiempo que pretendían basarse en principios de justicia. Buena parte de estos recelos y de la crítica marxiana al “socialismo ético” está justificada. Con todo, en parte al menos, esta crítica se basaba en premisas que en el siglo XIX podían parecer aceptables, pero que hoy en día lo son mucho menos. En la Crítica del programa de Gotha Marx escribió que la sociedad comunista (aquella que surgiría luego de un periodo transicional) podría inscribir en su bandera: “de cada cual según su capacidades, a cada cual según sus necesidades”. El comunismo, pues, se regiría por el principio de las necesidades: cada individuo y cada grupo tendría derecho a todos los bienes que necesite. El comunismo que imaginaba Marx es una sociedad de abundancia, una sociedad en la que, puesto que todo el mundo puede tener todo lo que necesita, no se plantea ningún dilema respecto a cómo distribuir los bienes.
En los términos de Rawls (o de Hume) no habría allí “circunstancias objetivas de justicia”; la justicia distributiva, sencillamente, se habría tornado superflua.[3] Por consiguiente, la sociedad comunista puede ser el ideal social de Marx; pero ni esa sociedad ni ese ideal incluyen un principio de justicia distributiva: simplemente, en tal contexto, la justicia es innecesaria. Pero en la Crítica del Programa de Gotha hay una segunda premisa del comunismo, una premisa implícita: que las necesidades son finitas, acotadas, en modo alguno ilimitadas.
Aunque ambas premisas parecieran plausibles en tiempos de Marx, hoy en día son insostenibles. La abundancia irrestricta es una quimera: la catastrófica situación ecológica del planeta muestra a las claras que es imposible extender al conjunto de la población humana los niveles de consumo de los Estados más desarrollados. Paralelamente, la realidad de la moderna sociedad de consumo indica que, para quien orienta su vida hacia el consumismo, no hay ningún número de bienes que sea suficiente. Marx esperaba que una vez satisfechas las necesidades materiales, las personas se dedicarían a las necesidades autorrealizativas (el arte, la ciencia, los deportes). El examen del mundo que nos rodea nos muestra que, en tanto impere la lógica consumista, las necesidades son ilimitadas. Dos conclusiones se derivan de esto. La primera es que en cualquier futuro previsible la escasez nos seguirá acompañando (la escasez de ciertos bienes, se entiende, no de todos) y por ello el socialismo no podrá prescindir de criterios de justicia distributiva. La segunda es que la izquierda debería comprometerse en una batalla cultural frontal y decidida en contra del consumismo.
Si el principio de la necesidades previsto por Marx para la sociedad comunista parece irrealizable, parecería sobrevivir el principio de contribución (a cada quién según su trabajo), que Marx creía sería el dominante en el período de transición. Sin embargo, el pensamiento liberal [4] e las últimas décadas, a partir de la obra de Rawls, ha desarrollado un principio de justicia alternativo y no menos sino acaso más igualitario: el principio de la diferencia; y esto ha generado fundamentales discusiones dentro de la filosofía moral. [5] El marxismo no ha quedado al margen. Gerald Cohen ha desarrollado una sólida apropiación del principio de la diferencia desde una perspectiva de izquierdas. Como argumenta con brillantez y por extenso, la correcta aplicación del principio rawlsiano de la justicia sólo es compatible con un orden socialista. [6] Siguiendo esta senda, Fernando Lizárraga ha mostrado las ocultas afinidades entre la teoría de la justicia de John Rawls y los criterios de justicia del Che Guevara;[7] en tanto que los intercambios entre Anderson y Bobbio son una muestra palpable de la potencia intelectual de estos entrecruzamientos. El diálogo entre el marxismo revolucionario y la tradición del liberalismo igualitario está abierto, y debería ser profundizado.
Por último, aunque Marx careciera de una concepción sobre la justicia, no sucede lo mismo con otros ideales. Hay indudablemente al menos dos ideales que atraviesan la vida de Marx de principio a fin. O mejor dicho, un ideal fundamental y una manera especial de concebirlo. El ideal fundamental es la libertad, y la específica manera marxiana de concebirlo es la autorrealización. Y esto sigue siendo perfectamente defendible. Sin ambigüedades: el marxismo contemporáneo debería ser resueltamente libertario.
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El estudio teórico y empírico del desarrollo económico del capitalismo, sus mutaciones internas, la especificidad espacial y temporal de cada una de sus crisis y los procesos de configuración y reconfiguración de las clases es una tarea tradicional y fundamental del materialismo histórico, y deberá seguir siéndolo. Un terreno mucho menos transitado es el de las alternativas económicas al capitalismo, y el desenvolvimiento económico de las economías de los Estados pos-revolucionarios hasta su debacle. Pero visto lo visto, no se puede ignorar esas (traumáticas) experiencias ni dejar de ejercitar la imaginación sobre las alternativas posibles. El marxismo académico no ha permanecido mudo en ninguno de estos campos: existe una buena cantidad de trabajos de gran calidad. Pero estas investigaciones y las polémicas que las han acompañado siguen siendo básicamente ajenas a los círculos militantes. Los vínculos entre socialismo y mercado, planificación y democracia, centralización y descentralización, eficiencia y sustentabilidad, etc., deberían ser parte de la agenda de investigación y debate de todo movimiento socialista verdaderamente comprometido con trascender al sistema capitalista.
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A esta altura del partido, afirmar que el socialismo debería mantener un compromiso irrenunciable con la democracia puede parecer innecesario: ¿quién defiende lo contrario? Sin embargo, los vínculos son más problemáticos de lo que muchos podrían pensar. Los Estados pretendidamente socialistas han tenido -y esto es lo menos que puede decirse- un enorme déficit democrático. Y poco se gana remitiendo el asunto a un mítico momento fundacional de cristalina pureza: los soviet, concebidos como principio e institución de la democracia proletaria. El problema aquí es que, de todas las revoluciones triunfantes del siglo XX, sólo existieron en la rusa. Y aún allí perdieron rápidamente vitalidad luego de la conquista del poder en 1917. El perfil institucional de una democracia socialista viable sigue siendo una incógnita histórica.
Los fenómenos de movilización de masas de los años recientes han puesto sobre el tapete formas relativamente novedosas de democracia directa y de poder popular, cuyas experiencias es preciso celebrar y ponderar. Sin embargo, no parece posible extrapolar lo que funciona en pequeños grupos a grandes organizaciones, o equiparar lo que es válido para protestar con lo que se requiere para gobernar (incluso cuando se trate de gobernar un Estado en transición).
Aunque a veces se sostenga que existe una crisis de representación, y que la misma podría inocular a las nuevas generaciones de intelectuales y militantes contra el virus de la aceptación a-crítica de la democracia representativa, lo cierto es que, paradójicamente, la supuesta crisis de representatividad ha venido acompañada, en América Latina, de la expansión y estabilización de los regímenes democráticos. La “crisis de representación” se reduce al típico desencanto con las expectativas desmesuradas desarrolladas durante la “primavera democrática” de los primeros ochenta. Una mirada sobria debería hacernos ver que nuestras democracias no son lo que los teóricos suponían o quisieran, pero difieren poco de las democracias de los países centrales. Cualquier apreciación responsable de las actuales democracias liberales capitalistas debería ser capaz de apreciar equilibradamente tanto sus fortalezas y sus realizaciones (parciales pero en modo alguno desdeñables), como sus debilidades, insuficiencias y promesas incumplidas. Las democracias capitalistas liberales son hoy una realidad más extendida y consolidada que en cualquier tiempo pretérito. Y son sus instituciones las que brindarán con toda probabilidad el marco de las luchas del siglo XXI, cuando menos en Europa y América. Es ésta una tesis polémica, que habría que postular con cautela. Por un lado, a estas alturas parece indiscutible que la democracia se ha extendido geográficamente de una manera sin precedentes. A principios del siglo XX apenas un puñado de Estados podían mostrar al mundo regímenes democráticos, y hacia los años treinta el conjunto se había reducido aún más. Hoy en día, por el contrario, la democracia impera en toda Europa, en América Latina, en Japón, en Australia, en India y en los países antaño comunistas. África y Asia se han mostrado menos receptivas; incluyendo a la gigantesca China. Pero no parece descabellado prever que en nuestros países y en los países capitalistas centrales la democracia ha llegado para quedarse, y que las izquierdas deberán aprender a combatir dentro y contra ellas. Dicho esto, maticemos. Al tiempo que se extienden cuantitativamente, los regímenes democráticos tienden a devaluarse cualitativamente. En términos de Dahl todas las democracias actuales deberían ser más propiamente denominados poliarquías. La auténtica democracia sigue siendo una aspiración, lo cual -insistimos- no debería impedirnos ver los méritos de las democracias liberales. De hecho habría que repensar y volver a discutir qué es “lo burgués” en la “democracia burguesa”. Así como la monarquía fue compatible con distintos modos de producción (hubo monarquías esclavistas, feudales y capitalistas), bien podría ser que la democracia liberal –garantías individuales, libertad de prensa, representación popular, multipartidismo– sea compatible también con el socialismo, y no meramente la encarnación superestructural del mercado o la frutilla del postre capitalista. Por otra parte, mal haríamos menospreciando o ignorando las diferencias entre los regímenes “democrático burgueses” y los régimen fascistas, absolutistas, coloniales o las dictaduras militares.
De la estabilidad de los actuales regímenes democráticos da cuenta el hecho de que las crisis que han experimentado en los últimos años no han derivado, hasta el momento, ni hacia dictaduras militares reaccionarias,[8] ni hacia regímenes autoritarios monopartidistas “de izquierda”. Incluso los procesos político-sociales más radicalizados y polarizados (Venezuela y Bolivia) se desarrollan dentro de marcos institucionales que respetan los parámetros de las democracias liberales: asambleas representativas, división de poderes, derechos y garantías individuales, multipartidismo. Y no está mal que así sea. Al contrario, el socialismo del siglo XXI debería ser liberal en lo político; aunque desde luego que no en lo económico. Sean cuales sean los límites que se vislumbren en los procesos de cambio boliviano y venezolano, la pervivencia de elecciones populares, el respeto de las garantías individuales y la realidad del multipartidismo no se cuentan entre ellos. Los eventuales avances revolucionarios a futuro deberían partir de esta base, que en modo alguno puede ser vista simplistamente como mero “terreno del enemigo”. Todo esto nos conmmina a explorar las potencialidades, límites y tensiones de lo que todavía con mucha ambigüedad se denomina “poder popular”, así como a diferenciar (pero también buscar articular) el tipo de organizaciones aptas y viables para la lucha en el contexto del capitalismo contemporáneo de aquellas instituciones capaces de garantizar la vida política bajo el socialismo.
Por deslumbrantes que sean las experiencias de democracia directa, proclamar la crisis definitiva de la democracia representativa y el inminente advenimiento de otro tipo de democracia parece fuera de lugar. Máxime cuando el peso relativo de las corporaciones privadas ha crecido en relación al de los Estados. En un mundo globalizado la democracia debe ser pensada a escala mundial: justamente la más inapropiada para los mecanismos deliberativos y directos. ¿Cómo combinar, a todas las escalas, participación y deliberación popular con la inevitable pervivencia de la representación? He aquí un interrogante clave que carece de respuestas sencillas. Lo que necesitamos es una audaz pero serena imaginación política y sociológica. El entusiasmo vivencial es indispensable, pero no puede desplazar a la claridad intelectual.
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Democráticas o no, todas las sociedades modernas han desarrollado sólidas burocracias capaces de auto-reproducirse, escasamente controladas por los poderes representativos y sostenedoras de indudables privilegios. Gobiernos, sindicatos, partidos políticos y organizaciones no gubernamentales se ven indistintamente dominadas por burocracias. La raíz última del fenómeno de la burocracia es la división entre el trabajo manual y el intelectual, estrechamente vinculado a la división entre dirigentes y dirigidos. Como escribiera Isaac Deutscher, “no tiene sentido enfadarse con la burocracia: su fuerza es sólo el reflejo de la debilidad de la sociedad que reside en su división entre la vasta mayoría de trabajadores manuales y una pequeña minoría que se especializa en el trabajo mental. En las raíces de la burocracia se encuentra la indigencia intelectual de la que ninguna nación se ha emancipado hasta ahora”.[9] Ahora bien, la ubicuidad de este fenómeno en las complejas sociedades industriales hace difícil pensar en la viabilidad de su eliminación lisa y llana. Sin embargo, el socialismo revolucionario debería ser resueltamente anti-burocrático; lo cual implica bucear en las vías por medio de las que se pueda reducir a un mínimo las burocracias y establecer controles y contrapesos que las mantengan a raya, si es que no pueden ser abolidas. En este campo, la indigencia analítica del grueso de las izquierdas militantes impide estudiar adecuadamente el asunto. Es hora de romper los consensos fáciles que mezclan sin ton ni son al menos tres dimensiones diferentes del fenómeno de la burocratización: el desarrollo de un grupo sociológicamente diferenciado, la existencia de privilegios materiales y simbólicos, el recurso de prácticas no-democráticas de toma de decisiones.
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Hemos afirmado que la experiencia de los socialismos del siglo XX ha culminado en el fracaso, lo cual, empero, no torna menos acuciante las críticas socialistas a un capitalismo que parece estar conduciendo al planeta y a la especie humana hacia su auto-destrucción. De esta tesis se deriva un corolario: los fracasos del siglo XX nos obligan a re-inventar el socialismo, no a abandonar la empresa. Ahora es momento de apuntar una segunda tesis: todas las experiencias revolucionarias modernas ocurrieron en circunstancias específicas, con una gran cantidad de elementos comunes, pero dentro de un contexto que poco tiene que ver con los que hoy enfrentamos en América y Europa. Las revoluciones del siglo XX tuvieron lugar en Estados muy poco industrializados, con estructuras económicas en las que el trabajo asalariado no era cuantitativamente dominante y en las que no existían regímenes democráticos consolidados. Estas circunstancias hicieron que las fuerzas revolucionarias se constituyeran y crecieran en lo que podemos considerar un exterior del sistema capitalista dominante. Podía ser un exterior geográfico: los países periféricos o, más claramente, los montes y las selvas en los que operaban las guerrillas.
Podía tratarse de un afuera económico: el campesinado mínimamente integrado a la economía capitalista que sostuvo buena parte de los proyectos revolucionarios en Asia, África o América Latina. O bien podía ser un exterior político: las condiciones de clandestinidad hacia las que eran empujadas las fuerzas revolucionarias por regímenes altamente represivos y con escasa o nula capacidad de cooptación. Podía tratarse, finalmente, de una combinación de estos tres aspectos. No parece casual que las revoluciones triunfantes del siglo XX hayan enfrentado a Estados absolutistas (como en Rusia), regímenes fascistas (Yugoslavia), dictaduras militares (Cuba, Nicaragua), regímenes coloniales (Angola, Mozambique) u otros tipos de Estados autoritarios que poco o nada tenían de democráticos y liberales (China por ejemplo).
La tercera tesis que deseamos defender es que estas coordenadas se han modificado sustancialmente. Si la posmodernidad significa algo, es que el capitalismo se ha expandido finalmente a todo el globo y ha colonizado todas las actividades humanas, incluyendo la vida cotidiana, el esparcimiento e incluso el inconsciente. Ya no hay un “afuera” del sistema en el que las fuerzas revolucionarias se puedan refugiar: en un capitalismo finalmente global no hay afuera geográfico. En economías total o mayoritariamente mercantilizadas ya casi no queda un exterior económico. Las democracias burguesas dejan poco espacio al afuera político: las izquierdas son legales, actúan plenamente dentro del sistema.
Si esta es la situación a rasgos generales, va de suyo que el grueso de las estrategias izquierdistas ensayadas a lo largo del siglo XX carece hoy de pertinencia. Todas las experiencias revolucionarias del siglo XX se desarrollaron luchando contra unos Estados que, si nuestra hipótesis es correcta, poco tienen que ver con los que deberán enfrentar las izquierdas del siglo XXI. La cuestión, por consiguiente, es cómo se puede luchar dentro y contra la democracia burguesa. Porque la batalla hoy en día debe ser librada en las entrañas mismas del monstruo capitalista, en países mucho más industrializados que antaño (así sea países periféricos), con mayoría de población urbana e incluso asalariada, y con sistemas políticos democráticos con amplios y variados mecanismos de cooptación. Se impone la ardua tarea de constituir una fuerza contrahegemónica que debe desarrollarse en el interior de un medio que no la expulsa … sino que a cada paso amenaza con integrarla y limar sus impulsos revolucionarios. He aquí el dilema: ¿cómo desarrollar una fuerza anti-sistémica cuando el sistema mismo nos obliga directa o indirectamente a jugar su juego? Hasta ahora no se le ha encontrado solución. Tampoco pretendemos haberla encontrado, ni somos tan ingenuamente intelectualistas como para pensar que se la hallará por el mero recurso del pensamiento. Pero estamos convencidos de que es una tarea ineludible explorar, teórica y prácticamente, este dilema. Un dilema que se ubica en un campo -el de las estrategias- en el que el pensamiento marxista se halla virtualmente detenido desde hace décadas. La trotskysta reivindicación del Programa de Transición -un programa basado en premisas manifiestamente equivocadas, con pronósticos fundamentales desmentidos por el devenir histórico y que se ha mostrado incapaz de conducir a ninguna fuerza de izquierda al poder en más de 70 años- es prueba palpable de este estancamiento.[10] Pero no andan mejor los maoístas ni los rezagos aún existentes de los viejos Partidos Comunistas. Los embriones de una nueva izquierda surgidos y desarrollados en los últimos lustros han tenido el enorme mérito de reconocer que había preguntas sin respuestas, y de colocarse a la búsqueda de alternativas y posibilidades (en vez de encerrarse ciegamente en la defensa de las clásicas “verdades”). Pero poco se ha querido o podido avanzar en el plano de las estrategias. Es nuestra voluntad dar lugar en estas páginas a los debates estratégicos, revisitando las antiguas opciones y asumiendo el desafío de bucear -con toda la cautela y la modestia del caso- en nuevas posibilidades. El estudio de los regímenes políticos contemporáneos, las razones de su fortaleza, las causas de sus crisis, las fuerzas motrices de sus transformaciones es una tarea intelectual fundamental. Una premisa indispensable para sondear las grietas por las que se puedan introducir cuñas revolucionarias.

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La voluntad de reflexionar en términos estratégicos, sin embargo, no debe cegarnos. Quienes desde una perspectiva socialista revolucionaria se embarquen en estos tiempos en semejante tarea se exponen a una objeción que no debería ser tomada a la ligera: la de ser generales sin ejército. Es completamente cierto. Más que soñar con la realización de estrategias hoy inviables, la izquierda revolucionaria debería comprometerse seriamente en el desarrollo de una cultura anti-sistémica. Sólo la consolidación de una amplia cultura socialista -hoy diezmada en casi todos lados- podrá sentar las bases materiales para la acción estratégica. Un movimiento revolucionario con capacidad para amenazar al capitalismo debe abarcar al menos tres dimensiones: las reivindicaciones inmediatas (lucha sindical, etc.), la elaboración de estrategias viables (lucha política) y el desarrollo de una cultura alternativa (batalla cultural). Hoy en día las debilidades de la izquierda radical son evidentes en todos estos terrenos. Nos parece obvio, sin embargo, que las prioridades deberían colocarse en el desarrollo de la primera y la tercera de nuestras dimensiones. Sólo a partir de una cierta influencia de masas en el terreno reivindicativo y de la consolidación de una fuerte cultura de oposición, podrá el socialismo pensar seriamente en pasar a la lucha estratégica. Pero entre tanto, no se puede dejar de pensar en las estrategias disponibles, por más débiles que sean nuestras fuerzas para llevarlas a cabo.
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La explotación y la desigualdad siguen tan vigentes en nuestros días como en el pasado. El antagonismo trabajo/capital no ha desaparecido, ni mucho menos. Todo lo más, han mutado algunas de sus formas. Pero en las últimas décadas se han tornado acuciantes otros antagonismos. Y uno de ellos es especialmente explosivo: el antagonismo capital/naturaleza.
¿Qué hay en juego aquí? Hay quienes creen que se juega nada menos que la supervivencia de nuestra especie. ¿Exagerados? Puede ser. Pero no deberíamos olvidar que son innumerables las especies que alguna vez poblaron nuestro planeta para extinguirse luego. Entre ellas los formidables dinosaurios. ¿Estamos seguros que no nos aguarda ese destino? Otros investigadores e investigadoras piensan que quizás no esté en riesgo la continuidad de nuestra especie, pero sí nuestra actual forma de vida: si no cambiamos a tiempo, nuestra civilización podría sufrir una catástrofe de enorme magnitud, repitiendo a escala gigantesca una experiencia semejante a la de muchas otras sociedades que vieron colapsar sus sistemas socio-económicos en medio de dramáticos descensos demográficos, cruentos enfrentamientos y crisis mayúsculas. Están también, claro, los entusiastas de las soluciones tecnológicas: no importa qué tan graves sean los problemas, la ciencia y la tecnología siempre hallarán una solución.
Si la primera perspectiva suena exageradamente alarmista, la última es ingenuamente optimista: aunque parece hablar en nombre de la ciencia, tiene de la misma una concepción mágico-religiosa: “la ciencia proveerá”. Pero la ciencia es justamente lo contrario, y los científicos son los primeros en dudar de su capacidad para hallar, o hallar a tiempo, soluciones a problemas tan graves. Nos queda, pues, la segunda alternativa, que se basa en una concepción menos alarmista que la primera y más responsable que la tercera. No hay duda de que la crítica ecológica es en nuestro tiempo una de las más fuertes requisitorias que se puede hacer al régimen del capital. El principio de honestidad, sin embargo, obliga a plantear que no se puede dar ingenuamente por descontado que un régimen colectivista haría mejor las cosas; y el principio de realidad nos hace decir que, a diferencia de otros movimientos sociales (el movimiento obrero, el feminismo, el indigenismo), el movimiento ecologista carece de un sujeto social obvio capaz de sostener la lucha a gran escala y con prolongada continuidad en el tiempo.
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En las últimas décadas se constata un sensible crecimiento, cuantitativo y cualitativo, de las distintas vertientes feministas, de las organizaciones de disidentes a la heteronormatividad (Movimiento LGTTB) y de un variopinto y nutrido mundo de organizaciones y demandas de los pueblos originarios. Desde finales de los años setentas todos estos movimientos realizaron sensibles progresos. Aumentaron de forma notoria su capacidad de movilización y su visibilidad pública; conquistaron reformas legales significativas, introdujeron modificaciones lingüísticas y culturales, etc. Ningún movimiento socialista revolucionario podría hoy (ni mucho menos debería) prescindir de robustos apoyos feministas, ecologistas e indianistas. Todo proyecto viable de trascender al capitalismo tiene que aunar en un plano de igualdad y respeto mutuo todas estas demandas y a todos estos movimientos. Pero señalar esto no es lo mismo que decir o sugerir que la igualdad étnico/racial o la igualdad de género sólo puedan lograrse en el socialismo. Plantear las cosas en estos términos es empírica y lógicamente incorrecto. Empíricamente porque los considerables avances feministas e indianistas de los últimos años se dieron no sólo enteramente dentro de los marcos del capitalismo, sino en medio de un retroceso generalizado del movimiento obrero y del socialismo como fuerza política (por incómoda que resulte, no es posible soslayar esta paradoja). Lógicamente porque si la igualdad de clase es una demanda absurda (el concepto de clase entraña desigualdad), no sucede lo mismo con la igualdad de género o étnica: las diferencias entre géneros y etnias no tienen por qué implicar desigualdad, entendida como asimetría de poder, prestigio o riqueza. Cabría dudar, ciertamente, de la capacidad real y efectiva del capitalismo para alcanzar una plena igualdad en estos terrenos, aunque quizás hoy no resulte tan convincente como hace treinta años el dictum andersoniano respecto a que romper las estructuras del patriarcado “requeriría una carga igualitaria de esperanzas y energías psíquicas colectivas mucho mayor de la que sería necesaria para abolir la diferencia entre clases”, y que si esa carga estallara alguna vez dentro del capitalismo, “sería inconcebible que pudiera dejar en pie las estructuras de la desigualdad de clases”. [11]
En cualquier caso, todo intento serio de trascender al capitalismo debería combinar demandas socialistas, ecologistas, indianistas, feministas, etc. Y sería tan erróneo presuponer afinidades fáciles como dictaminar su incompatibilidad. Hasta ahora estas distintas vertientes han tenido encuentros y desencuentros, alianzas y rupturas. Y a decir verdad, lo que tenemos por delante es el desafío de la acción común respetuosa de las especificidades y diferencias.
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Cualquier intento de reflexión y acción política revolucionaria estará irremediablemente incompleto si excluye las condiciones culturales. La cultura es, después de todo, el suelo sobre el que surgen o no surgen determinadas opciones políticas. Las características y la fertilidad de este lecho condicionan decisivamente el espectro de lo políticamente posible. La crítica cultural, en todas sus dimensiones (literatura, cine, lenguaje, prácticas sociales, opciones de vida, etc.) no podrá estar ausente en nuestras páginas. Pero no es suficiente con constatar la necesidad de la crítica cultural. Es preciso señalar y combatir un fenómeno que no podemos más que deplorar: la escisión entre militantes políticos y activistas culturales, por un lado, y entre intelectuales y trabajadores, por el otro. Es ciertamente lamentable que los militantes políticos sean por lo general consumidores de piezas clásicas pero ya mucho más conservadoras que innovadoras en el campo de la literatura o de las artes; en tanto que los grandes innovadores estéticos de nuestro tiempo no suelen ir mucho más allá de lo políticamente correcto. Hay aquí un enorme terreno de mutuos aprendizajes que merece ser transitado.
Si se asume que el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo tardío (y nos parece que hay que asumirlo), la conclusión que se desprende es que no hay manera de no ser posmodernos en alguna medida: para que esto fuera posible deberíamos estar fuera del sistema, y no lo estamos. Por consiguiente, las denuncias de los supuestos males del posmodernismo (fragmentación, incertidumbre, relativismo) son por sí solas vacías. Pero estar dentro no nos exime de la necesidad de resistir. La orientación que proponemos es estar dentro y contra del posmodernismo, entendiendo que hay allí un campo de batalla… y que no todas las ideas y las sensibilidades posmodernas son por igual de repudiables; como no todas las ideas y sensibilidades modernistas eran encomiables. El entusiasmo a-crítico por todo lo (supuestamente) posmoderno debería ser tan repudiado como el rechazo conservador e igualmente a-crítico ante cualquier manifestación posmodernista.
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En el campo intelectual la situación del marxismo como archipiélago teórico (más bien cabría hablar de los marxismos) y, más amplia y genéricamente, del socialismo como horizonte ideológico es menos grave que en el terreno político. La izquierda intelectual no está paralizada ni mucho menos, y numerosos teóricos o académicos de izquierdas se cuentan entre los más influyentes y respetados a nivel mundial: Hobsbawm, Anderson, Jameson, Wallerstein, Eagleton, Negri, etc. (No podemos abundar, pero es imposible ignorar el claro sesgo étnico, geográfico y de género de su procedencia). Sin embargo resultaría erróneo dar por descontada la continuidad temporal. Todos estos autores iniciaron su carrera y su formación en los años sesenta, en un contexto mundial radicalmente diferente; y ya en los setenta formaban parte de las primeras filas intelectuales.[12] Si las nóveles generaciones serán (seremos) capaces de alcanzar niveles semejantes de originalidad teórica, potencia intelectual e influencia social es algo que está aún por verse. Hay ejemplos que permiten alentar alguna esperanza. Pero, de momento, la intelectualidad de izquierdas está claramente hegemonizada por pensadores y pensadoras que se hallan más cerca del final que del comienzo de su carrera.
La migración de los intelectuales de izquierda hacia las instituciones de educación superior es un hecho palpable de nuestra cotidianeidad. No parece que sea una tendencia reversible. Pero juzgamos equivocado ignorar el asunto o tener sobre él una mirada complaciente. Tenía toda la razón Perry Anderson cuando escribía: la academización “resultado no sólo de los cambios en la estructura profesional, sino también del vaciado de las organizaciones políticas, de la idiotización de las casas editoriales, y de la atrofia de las contraculturas, difícilmente podrá invertir su curso en los próximos tiempos. No es preciso decir que ello ha generado taras específicas. Recientemente Edward Said ha llamado nuestra atención sin rodeos sobre las peores de éstas: niveles de escritura que hubieran dejado sin habla a Marx o a Morris. Pero la academización ha causado estragos también en otros aspectos: aparatos inútiles, más por hacer méritos que por motivos intelectuales, referencias circulares a las autoridades en la materia, obsequiosas citas de los propios trabajos, etc.”. [13]
Si no en todos lados, al menos en Latinoamérica los movimientos estudiantiles son una realidad pujante y generalmente orientada hacia la izquierda. Su aporte a la supervivencia de los idearios revolucionarios y al desarrollo de contraculturas de oposición difícilmente podría ser exagerada. Pero, también aquí, una mirada fervientemente entusiasta resultaría errónea. La presencia del fenómeno que en México llaman jocosamente “servicio revolucionario obligatorio” -la entusiasta militancia estudiantil como preludio a una cómoda carrera de clase media muy alejada de las movilizaciones de masas- no puede ser obliterada. Con todo, no hay duda de que entre los estudiantes florecen algunos de los más interesantes impulsos radicales.
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Desde hace al menos una década América Latina presenta un panorama menos sombrío que el resto del mundo. De todas las regiones del planeta, la nuestra es políticamente la más promisoria. Pero no habría que exagerar o llamarse a engaño. Ni la Venezuela de Chávez, ni la Bolivia de Evo Morales, ni el Ecuador de Correa han roto con el capitalismo o se encaminan inequívocamente hacia una ruptura con él. Mucho menos el Brasil de Lula Da Silva o la Argentina de Cristina Fernández. La constatación de esta realidad, empero, no debería impedir el seguir con simpatía e interés los procesos de movilización popular y transformaciones socio-políticas en curso, sobre todo, en los dos primeros casos. Indudablemente, hay mucho que aprender de ellos. Cualquier actitud sectaria o pedante estaría fuera de lugar. Sin embargo, aquí cabría seguir la recomendación que Perry Anderson formulara para la renovada New Left Review: “La actitud general debería consistir en un realismo intransigente. Intransigente en dos sentidos: negándose a toda componenda con el sistema imperante y rechazando toda piedad y eufemismo que puedan infravalorar su poder. De ello no se desprende ningún tipo de maximalismo estéril. La revista debería expresar siempre su solidaridad con los esfuerzos en favor de una vida mejor, por más modesta que sea su envergadura, pero puede apoyar todo tipo de movimiento local o de reforma limitada, sin pretender además que alteran la naturaleza del sistema”. [14]
En el año 2000 Alex Callinicos escribía: “toda alternativa al capitalismo en su forma actual debería, en la medida de lo posible, satisfacer, como mínimo, los requisitos de justicia, eficiencia,democracia y sustentabilidad”.[15] Concordamos plenamente. Las páginas de Contra-Tiempos aspiran a ser un espacio de discusión de los desafíos inmediatos, los problemas no resueltos, las estrategias posibles y las posibilidades futuras de un anticapitalismo apasionadamente militante, innovador en lo estético, socialmente responsable e intelectualmente riguroso. ¿Estaremos a la altura de estos desafíos? Ya lo veremos. De momento: ¡manos a la obra!
[1] Mondolfo, Rodolfo, Espíritu revolucionario y conciencia histórica, Buenos Aires, Editorial Escuela, 1968.
[2] Eagleton, Terry, “Un futuro para el socialismo”, en A. Borón, J. Amadeo y S. González, La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Bs. As., CLACSO, 2006, pág. 470. Desde luego, estos dichos de Eagleton no lo comprometen con las concepciones “derrumbistas” del capitalismo, siempre prestas a ver crisis colosales año tras año.
[3] Rawls, John, Teoría de la justicia, México, FCE, 2004 (1971), pág. 126-29. El pasaje especialmente pertinente incluye entre las condiciones objetivas de justicia una situación de “escasez moderada”, en la cual “los recursos, naturales y no naturales, no son tan abundantes que los planes de cooperación se vuelvan superfluos; por otra parte, las condiciones no son tan duras que toda empresa fructífera tenga que fracasar inevitablemente” (pág. 127). Dicho de otro modo: tanto la plena abundancia como la escasez atroz no son circunstancias de justicia; esto es, circunstancias en que algún criterio de justicia sea a la vez necesario (en la abundancia sería superfluo) y posible (en condiciones extremadamente duras la justicia no es realizable; impera el todos contra todos).
[4] Aquí cabría distinguir entre el liberalismo económico y el liberalismo político. El liberalismo de Rawls nada tiene que ver con el liberalismo económico. Al contrario, cuando Friedman y Hayek sostenían la futilidad de la justicia, puesto que lo único que cuenta es la eficiencia, Rawls sostenía que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales (…) no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas”. J. Rawls, Teoría de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 2004 (1972), pág. 17.
[5] El rawlsiano principio de la diferencia parte de presuponer que, en circunstancias ideales, la justicia implica la más completa igualdad de recursos, bienes y oportunidades. Las únicas desigualdades aceptables serían aquellas que mejoran la situación de los menos favorecidos.
[6] Cohen, Gerald, Si eres igualitarista, cómo es que eres tan rico?
[7] Lizárraga, Fernando, El marxismo y la justicia social. La idea de igualdad en Ernesto Che Guevara, Ediciones Escaparate, Santiago de Chile, 2011.
[8] Los recientes acontecimientos en Honduras y Paraguay introducen un matiz en esta afirmación
[9] Deutscher, Isaac, El Marxismo de Nuestro Tiempo, Ediciones Era, México, 1975, p. 99.
[10] Rolando Astarita ha desarrollado una crítica interna, extensa y meticulosa aunque en parte unilateral en “Crítica del Programa de Transición”, Cuadernos de Debate Marxista, 1999 (disponible en internet). De manera más breve pero muy contundente, Perry Anderson ha mostrado sus fallas en las páginas finales de Consideraciones sobre el marxismo occidental, México, Siglo XXI, 1979 (1976).
[11] Anderson, Perry, Tras las huellas del materialismo histórico, México, Siglo XXI, 1988 (1983), pág. 112.
[12] Wallerstein y Anderson, por ejemplo, publicaron en 1974 las que muy posiblemente sigan siendo sus obras fundamentales ( El moderno sistema mundial, en un caso, y Transiciones de la antigüedad al feudalismo y El Estado absolutista, en el otro).
[13] Anderson, Perry, “Renovaciones”, New Left Review, Edición en castellano, # 2, 2000, pág. 19.
[14] Anderson, Perry, “Renovaciones”, pág. 12.
[15] Callinicos, Alex, Un manifiesto anti-capitalista, 2000.
*Ariel Petruccelli: Historiador y profesor de la Universidad Nacional del Comahue (UNC) en la Patagonia Argentina.
Fuentes: Revista Herramienta y (Contra-Tiempos, Nro. 0, 2013)
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