


José Doménico*
Más allá de lo que digan las cifras del Banco Central de Venezuela o los informes de la consultora empresarial Ecoanalítica, y de las alharacas en redes sociales, la crisis económica está instalada en los bolsillos y las mesas de l@s trabajador@s venezolan@s desde 2014. Para ese momento, los precios oficiales de los productos de primera necesidad y muchos otros eran bastante accesibles; los productos más importantes contaban con fuertes subsidios del Estado.
El acaparamiento salvaje, desatado desde entonces, por la burguesía como forma de sabotear al gobierno de Maduro y, más importante aún, de destruir los mecanismos de control estatal de precios que limitaban su desenfrenada sed de ganancias, pusieron a l@s trabajador@s y sus familias a sufrir cotidianamente en colas -interminables en longitud y en tiempo-, para obtener algo de comida. Así, terminábamos completando el plato diario con productos comprados a precios varias veces superiores a su precio oficial, en un mercado negro (bachaqueo) que terminó moviendo más mercancía que el mercado legal.
El gobierno no supo cómo detener el acaparamiento, ni el bachaqueo. Las condiciones de vida de las grandes mayorías fueron mermando aceleradamente mientras la burguesía se enriquecía aún más y muchos elementos de las fuerzas armadas y policiales, ante los ojos de todos, se vinculaban día tras días, en sobornos y corruptelas y hasta en el masivo contrabando a países vecinos de víveres subsidiados: se hicieron participes activos del mercado negro y la especulación que debían combatir.
Fue un ataque de la burguesía, sin duda, pero hay una tremenda responsabilidad política del gobierno de Maduro, que se conformó con pedir la paciencia del pueblo hacia su gobierno “protector”. No atacó para nada, la creciente corrupción interna y se negó a movilizar y organizar al pueblo trabajador contra esa “guerra económica”.
Millones de horas productivas y creativas se perdían día a día en las colas. Horas, mentes y manos de trabajador@s, jóvenes, jubilad@s y amas de casa, que organizadamente hubiesen sido una tremenda fuerza revolucionaria capaz de controlar y reorientar no sólo la distribución sino incluso la producción de bienes, ni orientación política, ni mensajes alguno, ni recomendaciones desde “Con el Mazo dando”. La democracia participativa y protagónica brilló por su ausencia. La fuerza colectiva fue desperdiciada y desmoralizada en frustrantes colas.

Desde entonces –sumando luego agresiones diplomáticas, levantamientos violentos, atentados, un intento de golpe de Estado, una invasión mercenaria, una andanada de sanciones económicas y tres años de hiperinflación- los ataques de la burguesía nacional y del imperialismo, no han logrado sus objetivos de destruir la amplia red de comunas y otras instancias de organización popular ni el andamiaje institucional de conquistas expresadas en las Misiones educativas y de salud o la LOPCYMAT. Tampoco han logrado derrocar el gobierno electo e imponer alguno de sus títeres serviles; pero sin duda que nos han golpeado con dureza en nuestras condiciones de vida.
El retroceso en lo económico, sin llamados a la lucha protagónica, sino a la paciencia, han hecho florecer la búsqueda de soluciones individuales.
¿Qué hace la familia trabajadora común? Restringe severamente sus gastos, busca trabajos adicionales, presta servicios a destajo o eventuales, no sustituye ni repara sus viviendas y enseres domésticos, vende bienes de uso adquiridos antes (televisores, juguetes, muebles, electrodomésticos, vehículos, ropa). La familia trabajadora ha cambiado además significativamente sus patrones de consumo de alimentos. Son decisiones tomadas individualmente en la resistencia, pero conforman un fenómeno colectivo.
La “guerra económica” liderada por la burguesía agroindustrial y agroimportadora alejó de nuestras mesas los alimentos tradicionales de las últimas décadas: harinas de maíz, harinas y pastas de trigo, aceite, pollo, pescados enlatados, carne de res, jamones y otros embutidos, quesos procesados y madurados, galletas, chucherías y refrescos. Millones de hogares humildes nos refugiamos en alimentos frescos o poco procesados de producción nacional, tratando de mantener “las tres papas diarias”, especialmente para niños y jóvenes.
Los primeros quince años de este siglo, muchos cultivos de tradición y arraigos ancestrales y de alta potencialidad agroecológica, continuaron marginados, bajo el embate de los intereses de agroindustriales, importadores y comerciantes; a pesar de los intentos ineficaces e inconsecuentes del gobierno de implantar una política de seguridad y soberanía alimentaria. El enfrentamiento a los emporios capitalistas nacionales y transnacionales, se erosionó rápidamente por el clientelismo corrupto desde Agro Patria, con los cupos de importación y sus “comisiones” en dólares.
Algunos rubros, en medio del desabastecimiento y el bachaqueo, volvieron a nuestras mesas. Fueron y son nuestro refugio alimenticio, aun cuando lo más duro del desabastecimiento haya pasado. Yuca, batata, auyama, ocumo, maíz pilado o trillado, berenjena, frijol, quinchoncho y sardina son protagonistas en la cotidianidad de las mesas humildes, junto con la harina de maíz, el arroz y el queso blanco, que han vuelto más recientemente. No hay cifras confiables del incremento de su producción y consumo, pero hay, sí, una contundente evidencia cotidiana.

No es una casualidad: esos rubros tienen fortalezas intrínsecas pues son originarios y adaptados a las condiciones de clima, tierras y aguas de nuestro país; por ello mismo requieren de menos insumos como fertilizantes y control de plagas y malezas. Son más accesibles a ser manejados por cooperativas, asociaciones de campesinos o de pescadores y pequeños productores independientes, sin el control sofocante de las grandes corporaciones nacionales y transnacionales, expoliadoras del planeta y declaradas enemigas de la Revolución Bolivariana.
Su consumo cotidiano representa labores adicionales para su preparación, y tienen menos tiempo de preservación que productos empacados y enlatados, pero son alimentos de alto valor nutricional. Esto es una gran ventaja.
La última gran crisis alimentaria en los años 90, sometidos a las feroces medidas neoliberales de los gobiernos de Carlos Andrés Pérez y luego de Rafael Caldera, originó un cambio de patrón alimentario en los sectores más deprimidos, pero el sustituto por excelencia fue el alimento para perros. Si, la “perrarina” granulada, que no es ni higiénica ni nutricionalmente adecuada para humanos, además de la connotación humillante que tiene su consumo.
¿Qué queremos significar con esta comparación? A partir del cambio forzoso de patrón de consumo alimentario de la mayoría de la población nos hemos reencontrado con fortalezas autóctonas, con rubros de arraigo ancestral y alta potencialidad productiva, con la reactivación de importantes sectores de la producción comunal, pequeña y mediana en nuestros campos y costas.
Esto abre una oportunidad para enfrentar las consecuencias del bloqueo, en lo alimentario en base a nuestros recursos naturales, a los saberes y las capacidades productivas de nuestros pescadores, campesinos y trabajadores del campo, recuperando y desarrollando las condiciones de vida de las grandes masas, en lugar de atropellarlas o contemplar como sucumben.
No planteamos una fábula ingenua, Sabemos que existen dificultades, pero estamos convencidos que colectivamente, basados en la organización obrera, campesina y popular se pueden enfrentar y resolver.
Hay, para empezar, un tema cultural de revalorización de nuestros recursos. El debate democrático, franco y honesto servirá para demostrar que cuatro sardinas fritas con yuca y ensalada de repollo, o un buen plato de frijol con arroz, o una cachapa con queso llanero son bastante más nutritivas y pueden ser mucho más sabrosas que cualquier menú de Mc Donald, con el que tratan de atrapar nuestro salario, nuestra salud y nuestra conciencia.
Otro punto crítico es el transporte, pues se enroscan y reciclan mafias que intentan imponer precios bajísimos a los productores y elevados precios especulativos a los consumidores. Los pescadores de sardinas cuyos productos requieren transporte refrigerado son los más sensibles. Las rutas estatales de la “Feria de la Sardina” no son suficientes ni sustentables, sin la organización popular. Sólo el enlace y la unidad de las comunas de pescadores y campesinos por un lado con las comunas de las ciudades podrán poner freno a estos abusos.

Estas comunidades organizadas y enlazadas podrán sincronizar los ciclos de producción de los rubros y las necesidades de consumo, sin el estorbo explotador de los intermediarios.
Las comunidades urbanas cuentan con valiosos recursos en compañeros con pericias en mecánica, electricidad, albañilería, ingeniería y otras áreas que pueden resolver necesidades urgentes de las comunidades rurales y de pescadores.
La organización obrera y popular puede atender otros problemas como la necesidad de colocar a las sardinas en veda entre diciembre y marzo, para permitir su reproducción y crecimiento de alevines y de sardinas jóvenes hasta tamaño adulto. Es algo imprescindible para su sostenibilidad, pero implica una sensible disminución de trabajo para los pescadores y de alimento para pescadores y pobladores de las ciudades. Una coordinación con comunas campesinas que produzcan otros rubros, como frijol, por ejemplo podrían solventar esa necesidad de proteína.
Existe la necesidad y posibilidad de construir una estrategia de recuperación económica basada en el trabajo colectivo, de propiedad social, cooperativo y de pequeños productores del campo y la mar, que ayude a mejorar la provisión de alimentos sanos y a precios asequibles, mejorando por tanto la calidad de vida de millones de familias venezolanas.
La recuperación de la economía real –la del bolsillo y la mesa de millones de familias trabajadoras- puede arrancar de las aletas de las sardinas.
Es una necesidad de Estado volcar las fuerzas y recursos hacia iniciativas como esta, que promuevan la recuperación de la economía, con la producción y distribución de bienes que satisfagan las necesidades prioritarias de las mayorías; basadas en los recursos disponibles y menos vulnerables al bloqueo imperialista; y que genere y mantenga puestos de trabajo bien remunerados. Máxime en un Estado de Derecho y de Justicia que se reivindica socialista.
Una dirección revolucionaria tiene que aprovechar estas capacidades demostradas en las dificultades para avanzar de nuevo y reconquistar espacios, avanzando en la calidad de vida de las mayorías y en la profundización de la Revolución.
Hoy el gobierno de Maduro no hace esto, ni nada parecido. Después de varios años de muchas palabras y escasos resultados sobre ofensivas, contraofensivas y motores económicos… ¿qué hace el gobierno para la recuperación de la economía real? Su más propagandizado símbolo de recuperación económica es… ¡un Casino!
Un casino -por supuesto, de lujo- en las alturas del Waraira Repano con hermosas vistas hacia Caracas y La Guaira. Allí una empresa privada maneja el emblemático hotel Humboldt, recuperado por el Estado, transformado ahora en casino. Surge una inevitable pregunta: ¿Para qué sirve un casino en medio de esta tremenda crisis económica?
Como antecedente, vale la pena recordar que el gobierno de Chávez eliminó los casinos, por su concepto especulativo, de falsas esperanzas de enriquecimiento, despilfarro y desvalorización del trabajo productivo; nacionalizó hoteles que se habían privatizado y amplió su servicio a la colectividad; y nacionalizó e hizo accesible el teleférico y los servicios de alimentación y recreación en las alturas del Waraira Repano.
Pero, concentrémonos en esta pregunta: ¿para qué sirve ese casino en esta crisis? No cabe duda que una actividad que no produce ningún bien sino que es un centro de redistribución de la opulencia en medio del despilfarro y del desprecio que muestra por el esfuerzo de los miles de trabajador@s que con nuestro trabajo producimos las riquezas que luego a cuenta de salarios bajos y economía dolarizada ellos se embolsillan y despilfarran allí a manos llenas, no será la que aporte a enfrentar el bloqueo y superar la crisis.
Ni uno ni mil casinos levantarán la economía; menos aún la economía real, la que garantiza tres platos de comida, calzado, vestido, servicios eficientes de salud, agua, electricidad, etc. a los 30 millones de venezolanos que vivimos de nuestros trabajos.
Ese casino es símbolo de un profundo cambio en la política de Estado. Sirve para congraciarse con la burguesía, mostrándose amable y tolerante, aún más, promoviendo sus lujosos despilfarros. Sirve también para que los burócratas corruptos que se enriquecen apropiándose de fondos del Estado se codeen “por un ratico” con la rancia oligarquía que nunca termina de aceptarlos como parte de su clase por más que le entreguen el país. Es una bacanal de derroche de las élites, mientras 30 millones enfrentamos las sanciones del imperialismo.

Puede que un camión de sardinas o un casino en la montaña no defina la marcha de la economía nacional, pero indican con qué política económica y al servicio de que clase social se está trabajando desde el Gobierno. Esa es una definición que impacta el curso de nuestra historia actual. La pregunta, ahora al gobierno de Nicolás Maduro, es:
¿Con la clase trabajadora, los pescadores y campesinos y el pueblo por mejorar la calidad de vida y profundizar la Revolución, o con la burguesía y el Imperialismo para continuar con la miseria, la explotación y el despilfarro?

Nicolás, entonces: ¿Sardinas o Casinos?
*José Domenico: Militante de LUCHAS y miembro del Consejo Editor de ir

Un buen análisis de la situación.
Debería apoyarse a los pequeños productores que no cuentan con insumos ni herramientas baratas para la producción ni facilidades para la comercialización.
Y ademas quedan a merced del los intermediarios que le compran a precio de gallina flaca y revenden a precios expeculativos.
O sea joden al pueblo por partida doble: al campesino y pequeño productor comprándole barato y al pueblo consumidor vendiendole caro